Plexus: visualidad y espectáculo
En el contexto del Santiago a Mil 2016 fuimos a ver «Plexus» una obra elaborada por Aurélien Bory interpretada por Kaori Ito.
Una de las obras más cautivantes que he visto este último tiempo no es de teatro. Al menos no en el sentido tradicional del término. Porque Plexus ha sido catalogada en esta versión del Santiago a Mil fundamentalmente como una pieza de danza, muy a pesar de que después de ver la coreografía dirigida por Aurélien Bory, a mí me parezca difícil definir su pertenencia disciplinar, al menos, más que hace una hora. Aquí los límites entre danza, teatro y espectáculo son difusos, y quizás, innecesarios.
Todo comienza entre penumbras. Una serie de micrófonos rozan a la bailarina Kaori Ito, permitiendo escuchar su respiración, sus latidos y sus murmuraciones. Luego de un rato, la escena es tragada –literalmente- por el hoyo negro que deja una gran tela que cae en primer plano. Aparece entonces una plataforma móvil horadada por miles de delgadas cuerdas.
Tras la bella imagen que deja el reflejo de una luz tenue por sobre el entorchado, aparece la bailarina japonesa desplazándose por aquella plataforma. Ella esquiva, golpea, sube, baja y flota entre los hilos. Con cada movimiento las cuerdas resuenan como un bajo desenchufado. Se puede escuchar el sonido de las cuerdas tensadas por el peso muerto de Kaori, también los golpes de pie en el piso que suenan como truenos. Tras estos sonidos está siempre Joan Cambon, quien además es el encargado de elaborar las misteriosas y oscuras sonoridades que circulan durante toda la obra.
Durante su duración, me resisto a hacer metáforas, comparaciones o tratar de entender algo. Tan solo deseo entrar en el juego perceptivo de la obra, pero es inevitable asociar. El propio Bory construyó Plexus pensando en Kaori, en su tradición, en la mitología japonesa, en el temprano viaje a occidente, en ideas como la desaparición del cuerpo, la muerte y la belleza.
Rescato mi propia imagen y mis propias sensaciones: aquellas cuerdas entrelazando el espacio me recuerdan cuando aquella teoría que afirma que en una cuarta dimensión el átomo no es una unidad puntual, sino un filamento vibrante entrelazado con otros filamentos alrededor en el universo. Y un poco de eso se trata Plexus, de vibrar, pisar, golpear, saltar, escalar, flotar, caer y arrastrar entre cuerdas. Suena a perogrullada, pero a veces la obviedad oculta problemas sin solución.
Y es que eso termina siendo Plexus para mí. Me explico: me refiero a algo que va más allá de la obra, precisamente cuando finaliza y el público aplaude. Se percibe el entusiasmo. Varios incluso se ponen de pie. Kaori debe volver unas cuatro a cinco veces a saludar. Ya a la salida del teatro los comentarios se repiten. Se habla del asombro, se destacan las sensaciones que generó la obra.
Entonces no puedo evitar recordar las consideraciones que tiempo atrás escuchara de un profesor, cuando sostenía que era un riesgo -para la obra, para el arte- que el público saliera preguntándose cómo se hizo lo que se hizo en vez de ¿qué me quiso decir? Por supuesto, él estaba discutiendo el punto acerca de cuando la obra de arte es embargada por la técnica y en última instancia, el efecto. Sus aprensiones no tenían que ver con la técnica o el efecto en sí, -ambos pueden ser incluso una posibilidad-, sino con que el despliegue instrumental transformara a la obra en la prótesis de un efecto buscado y entonces el espectáculo no fuera más que eso, espectáculo.
El punto de todo esto es que el espectáculo no es solo un procedimiento o una racionalidad específica, sino un sentido de estar en una época en una relación evidentemente acrítica con el mundo. Entonces pienso en Plexus. Ha sido una experiencia bella de increíble calidad artística, con una formidable capacidad para generar imágenes y sensaciones a través de un despliegue físico y técnico perfecto. Sin embargo, la recepción del público esa noche y la de los días posteriores, no me ha dejado tranquilo ¿no estaremos precisamente ahí, entretenidos con el cómo?
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