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Inútiles (2): El gatopardismo travesti de Teatro Sur

Antonio Urrutia Luxoro fue a ver «Inútiles» en su segunda temporada en Teatro Sidarte. En la obra observa estrategias de construcción que hacen de la obra un ejercicio político lúcido capaz de desnaturalizar el relato histórico de la construcción de Chile elaborado por la élite.

 

Por Antonio Urrutia Luxoro.

 

 “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio.”

Eduardo Matte Pérez.

Si revisitamos someramente los modos de aproximación a la relación entre Arte y Política en el teatro chileno actual, podríamos establecer dos tendencias. La primera, que ha proliferado paralelamente al desarrollo de diversas demandas sociales, se caracterizaría por operar como una ilustración turística de la contingencia. Un arte ‘comprometido’ y pedagógico en el cual el artista deviene en héroe asistencialista, ante demandas sociales que requieren de pan y no de circo.

Por otro lado, y con una frecuencia bastante más escasa, podríamos distinguir a un teatro político cuyo campo de acción radica en visibilizar la trama de relaciones de poder naturalizadas socialmente, por los aparatos del Estado y del capital. Un arte basado en la eficacia del disenso. Máquinas de guerra que activan la potencia de la insurrección, a través de la desarticulación crítica de las imágenes y los relatos oficiales.

En esta división parcial, y por lo tanto incompleta, me parece que Inútiles de la cía. Teatro Sur, se inscribe en la segunda aproximación a la relación entre Arte y Política. Inútiles se despliega como una máquina de guerra, en la medida de que se encarga de develar los mecanismos de dominación mediante los cuales pareciera que habría una continuidad entre la conformación del estado-nación republicano, y la consolidación del sistema neoliberal en la institucionalidad política chilena.

Esta revisión negativa de las imágenes del pasado que repercute en las injusticias del presente, podría llevarnos a una actitud conformista e inmovilizadora; sin embargo, justamente la politicidad de la sátira en Inútiles recae en su capacidad de fomentarnos el odio. En un plano de acción simultáneo a la constante ridiculización de las figuras que ejercen el poder, Teatro Sur nos recuerda el motivo de su inutilidad. Son inútiles porque no saben distinguir entre una gallina, un pollo y un pavo. Tampoco saben cocinarlo. Son inútiles porque su hegemonía depende de la obediencia de la mano de obra barata. Son inútiles porque va a llegar el momento en que no seamos masa influenciable y vendible, y lo van a lamentar.

La obra comienza con un baile incestuoso. El poder baila consigo mismo, con sus representaciones contenidas en la iglesia, el Estado colonial, y el capital aristócrata-burgués. Este baile -cargado de ademanes y barroquismos vomitivos-, que posteriormente se desarrolla en la acción dramática, da cuenta del posicionamiento crítico que Teatro Sur establece respecto al relato de la historia oficial.

Nunca existió algo así como la separación entre la Iglesia y el Estado, tampoco el desinterés ético que divide entre lo privado y lo público. Solo una serie de negociaciones que coreografían el supuesto de la estabilidad política nacional. Un gatopardismo travesti obsceno, que adorna el fraude de la modernidad, a la vez que sienta nuestras bases institucionales.

El Estado colonial es encarnado alegóricamente por la ‘doña’ (interpretada por Tito Bustamante), a través de un interesante rendimiento del recurso drag queen, junto a un collage paródico de recortes icónicos que remiten al imaginario de la derecha golpista, y al poderío terrateniente. El travestismo de Bustamante alude directamente a la masculinidad femenina de Lucía Hiriart; el registro vocal en el que se mueve el actor, y su posición jerárquica a lo largo del relato (siempre retornando al centro de la composición), funcionan a modo de referencia al mito de la primera dama dominatrix, capaz de manipular a su voluntad al tirano, invirtiendo los roles que  tradicionalmente han ocupado lo masculino y lo femenino, respecto a lo público y lo privado.

En cuanto a la alegoría del capital, Nicolás Pavez se vale de la estridencia horripilante del grano vocal pequeño burgués, mediante la cual ridiculiza la retórica de la derecha economicista contenida en la dramaturgia. Este cuico inútil y consentido, que ni siquiera es capaz de abrocharse los cordones, establece una relación triangular con su madre (la doña), y su tío, un cura católico interpretado por Guilherme Sepúlveda. En este triángulo endogámico, el capital es el único que no pierde los estribos ante el desacato masivo de la servidumbre indígena. Nicolás Pavez representa el nuevo orden. El capital observa pasivamente la catástrofe mientras maquina nuevas estrategias para productivizar las demandas, y así perpetuar los privilegios políticos y económicos de su casta.

Sobre los códigos visuales desplegados en la obra, quisiera detenerme brevemente en la utilización del maquillaje, y en la pertinencia de lo barroco. Los rostros pintados de blanco, que contrastan con la condición curiche asumida por Tamara Ferreira, acentúan el racismo cromático heredado de la colonia, aún persistente en la actualidad. Respecto a lo barroco, su importancia va más allá de servir a modo de contextualización de época. No es adoptado únicamente como un sinónimo de lo colonial, sino que como una estrategia de escenificación transversal a todos los elementos de la obra, desde la escenografía hasta las actuaciones. De aquello se desprende un profundo conocimiento de las claves pictóricas del barroco por parte de la compañía, reflejado en las composiciones corales, que hacen guiños a gestos barrocos como el escorzo, y las distribuciones jerárquicas de los personajes en el soporte bidimensional.

La intención de Teatro Sur por re-politizar el arte de un modo no pedagogizante, se completa con la eficacia del efecto distanciamiento llevado a cabo en la última parte de la obra. Se revelan los mecanismos escenotécnicos, cae el truco barroco e irrumpe la actualidad a través de la aparición de un repartidor de encomiendas interpretado por Tomás Henríquez. Ernesto Orellana desmonta el embrutecimiento crítico que la historia oficial nos ha impuesto, en el que se narra un supuesto giro triunfal entre el régimen colonial y la fundación republicana. Todo ha cambiado para que todo siga igual, pareciera que no hay ninguna diferencia entre el antiguo orden y el actual.


Obra vista durante julio de 2018.

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Ficha Artística

Dramaturgia y dirección: Ernesto Orellana
Elenco: Tito Bustamante, Nicolás Pavez, Guilherme Sepúlveda, Tamara Ferreira, Eric Melo y Tomás Henríquez
Diseño integral y gráfica: Jorge Zambrano
Vestuario: Muriel Parra y Felipe Criado
Composición Musical: Marcello Martínez
Maquillajes: Camilo Saavedra
Producción: Teatro SUR
Edición Audiovisual: Andrés Urrutia
Producción: María Jesús González

Fotografías: Héctor Riveros
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