Apuntes de diciembre: despolitizar moralizando el teatro y la política
Citando el cine de superhéroes y algunos autores que permitirían leer la revuelta que hoy tiene lugar en Chile, Sebastián Pérez escribe este texto cuestionando la ausencia de política y el excesivo tono moral de cierta izquierda, y también, de cierto teatro.
En 2011 el filósofo esloveno Slavoj Zizek participó de una arenga al movimiento Occupy Wall Street diciendo: “miren las películas que vemos todo el tiempo: es fácil imaginar el fin del mundo, o un asteroide destruyendo la vida, pero no podemos imaginar el fin del capitalismo”. La frase original pertenece al crítico marxista estadounidense, Frederic Jameson y nos alerta de que hoy parece mucho más probable que la humanidad desaparezca a causa del cambio climático a que logremos sobrevivir para ver el fin del modelo que propició este desastre ecológico.
La pregunta cae de cajón: ¿es que no hay alternativas? Ésta es la pregunta que ronda el libro del crítico inglés, Mark Fisher, llamado “Realismo capitalista, ¿no hay alternativa?”. Allí Fisher aborda lo que sería el estado último de nuestro presente: un momento histórico, el del realismo capitalista, donde no solo la naturaleza colapsa sino también todas las instituciones, todas las creencias, todos los símbolos creados por la humanidad y lo único que queda en pie es este modelo económico, político y cultural llamado capitalismo.
Lo que notan Jameson, Zizek y Fisher es que nos ha sido vedada la posibilidad de imaginar un porvenir, una realidad distinta a la que hay. Vivimos, en cambio, el momento del ocaso, de la larga noche. Y enfrentados a la imposibilidad de imaginar salidas alternativas, emergen dos posibilidades: o terminamos abrazando una suerte de cinismo irónico y nihilista que no puede hacer más que aceptar el fin del mundo, el fin de la historia, el fin de la política y constatar que no había alternativa, o bien, demandamos la restauración del orden cueste lo que cueste, lo que siempre implica el retorno del padre autoritario que vuelve a casa a poner orden.
Dos películas me permiten ilustrar con claridad ambos momentos: El Guasón de Todd Philips y Batman, el Caballero de la Noche de Christopher Nolan. En El Bromas, Ciudad gótica es una ciudad cuyas instituciones están colapsando. No hay ya creencias ni valores y la corrupción, la delincuencia y el libertinaje son pan de cada día. Bajo ese contexto apocalíptico vive un sujeto que fue abusado desde su infancia, que no contó de redes de protección ni apoyo estatal por lo que parece lógico que termine viviendo en los márgenes de la civilización moderna, al borde de la barbarie y de la insanidad mental. Estos factores determinan el nacimiento del Joker, quien finalmente asume su rol de archivillano y termina por transformar Gótica en la ciudad de la anarquía y el terrorismo.
Es posible hacer aquí, en la aceptación del Guasón de su rol, el cruce con la película de Nolan donde lo vemos (interpretado por Ledger) ya empoderado como líder criminal. Es entonces el momento de la restauración del orden. Por eso Batman, el caballero de la noche de Nolan sucedería cronológicamente un par de décadas después cuando el joven multimillonario ya es adulto. Aquí el hombre murciélago es un superhéroe maduro que lucha por salvar (restaurar) el orden previo al caos.
Nótese que ni Batman ni el Joker imaginan un orden distinto. Solo buscan defender o destruir el que hay. De hecho, al final de la película, Bruce Wayne asume que Batman debe desparecer cuando todo termine para dejar que las instituciones funcionen. ¿A medida de quién está hecha esta representación de Ciudad Gótica, del Joker y de Batman? A medida del realismo capitalista, diríamos. El poder se imagina a si mismo siendo asediado por el terror y el miedo para justificar su propio orden y la ausencia de alternativas. Es una suerte de autogolpe estético que nos dice: mire puede ser que no seamos la mejor realidad, pero lo otro que hay es peor.
El Joker no tiene ningún relato político. Ningún villano, – salvo Thanos en Avengers, de eso hablo aquí-, lo tiene. Todos son simplemente gente mala que no tuvo asistencia oportuna, gente desequilibrada, enemigos poderosos que no respetan a nada ni a nadie. ¿No nos es conocido ese guion? Con los superhéroes no nos va mucho mejor: tampoco tiene relato político, son simplemente la concentración de todas nuestras virtudes morales en un cuerpo hipertrófico.
Desde el 18 de octubre los discursos del poder han querido instalar la idea de que Santiago es una suerte de ciudad Gótica. Y entre Piñera, Kast, los militares, los pacos y otros más se están peleando por ocupar el rol de superhéroe que vendrá a restituir el orden y la paz. Para todos ellos los que estamos en la calle somos guasones.
Pero lo cierto es que no somos ni los villanos de la historia ni tampoco necesitamos superhéroes: solo necesitamos lograr imaginar las salidas alternativas. Y para eso necesitamos con urgencia salir del litigio moral que separa la realidad entre buenos y malos. De ese litigo también hoy está presa la izquierda.
Anoche leí un tuit que decía lo siguiente: “Si la izquierda fuera una selección de fútbol, solo celebraría si el gol fuera el de una final del mundo. Y echaría a cada jugador culpable de un gol en contra. A veces hay que gritar: gol ctm! Y seguir jugando”.
Nos hemos acostumbrado en la izquierda a operar en clave de un puritanismo moral: que esto y esto otro es inaceptable. Si no estoy de acuerdo, me voy. Si no es a mi estándar, te reviento. Así lo habitual es escuchar quejas de que los políticos no tienen ética y que el capitalismo es inmoral, como si alguno de ellos hiciera demasiado esfuerzo por ocultar que son malos. ¿Le importa a Moreira ocultar que no tiene ética? ¿Le importa a este estado neoliberal que le acusen sus constantes inconsecuencias entre acción y discurso? La izquierda apela hoy a la consecuencia y con ello no dice más que esto: yo soy otra cosa mejor. ¿a quién le sirve eso? ¿cómo se imagina una alternativa común así?
Muy probablemente quien logra ser consecuente en todo momento ha dejado de habitar el espacio común, y por tanto, el espacio de la política. El sujeto enteramente consecuente vive separado de la mundanidad, de nosotros los peores, los inconsecuentes, los comunes.
Para salir de este puro litigio moral, lo que nos hace falta es política. Es su ausencia la que hace aparecer las polémicas baratas de Daniel Jadue o Pamela Jiles respondiéndole a Gabriel Boric por tuiter. O Alberto Mayol insistiendo que fue él el primero en predecir el derrumbe del modelo. Las acusaciones cruzadas del PC al FA han transformado una oportunidad única de retracción y fragmentación de la derecha y su poder, en una eterno malodrama político, como diría Radrigán. El bloque que debía hacer oposición brilla por su ausencia.
¿Dónde ha estado la oposición? En la calle. No es un decir romántico, es una constatación bastante pragmática y con costos en vidas humanas: el proceso constitucional abierto es fruto de la revuelta social y la movilización ciudadana. Es el pueblo, aquella noción difícil de asir y aparentemente en desuso la que hoy vuelve para decirnos que todavía hay un espacio para los comunes. Es esa noción esquiva la que ha hecho oposición al realismo capitalista.
En otro artículo me referí al modo en que esta emergencia del pueblo no solo ha impugnado las retóricas del orden neoliberal sino también «aquellas retóricas antagonistas del poder que al ser llamadas a la acción evidencian lo mucho que tenían de consigna y lo poco que contenían de sustrato tras su aparente radicalidad«. Por eso hay también una tarea pendiente para el mundo del teatro: el problema presente en la clase política, también lo está en el teatro.
Mucho del vínculo entre política y teatro es en realidad un vínculo entre moral y teatro. El teatro que por enésima vez acusa la escasa moralidad del capitalismo, el desprecio estatal, la precariedad laboral, etc., opera más en clave moral, repitiendo las formas, cánones y tradiciones apelando a un momento restauratorio que imagina volver a un pasado pre-neoliberal. Ese teatro no logrará nunca imaginar salidas alternativas porque antes que nada, no logra imaginar las formas alternativas de su propia existencia. Por eso quizás sea momento de preocuparse del cómo.
Creo, por ejemplo, que la gran pregunta sobre la eficacia en tanto performance de Las Tesis es un cómo, no un qué ni por qué[1]. Lo mismo sobre la estatua del Negro Matapacos, el corpóreo de Pikachu o las esculturas de madera del Genocidio Colectivo Originario. Ninguna de estas expresiones estéticas revela su potencial si no reparamos en cómo es que el uso de un disfraz de una serie animada logra transformarse en uno de los íconos de la revuelta o cómo instalar esculturas de madera en la ex Plaza Italia se convierte en este contexto en una forma de sublevación estética al orden colonial y a la iconografía autoritaria de la dictadura.
Entonces, volviendo al principio: ¿no hay alternativa? Desde el 18 de octubre creo que si las hay, pero la posibilidad de imaginarlas reside en preguntarse por “cómo hacer” lo que ya sabemos que hay que hacer, lejos de moralismos, sin superhéroes, con política mundana, con inconsecuencias. Insistir, en cambio, en litigos morales, en repetir consignas del pasado sin antes ponerlas en cuestión, son formas de despolitizar la revuelta.
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[1] Tuve la oportunidad de leer este texto antes de ser publicado en un encuentro realizado en la Escuela de Teatro de la Universidad Mayor. Una de las cosas que apareció en la discusión, fue cierta incomodidad porque un hombre se refiera a la performance de Las Tesis. Una segunda cuestión tuvo relación con preguntar por qué privilegio referirme al cómo se hace por sobre lo qué se hace. Respecto a lo primero, creo que en tanto el lente de análisis es performativo y por tanto se pregunta por cómo se hace lo que se hace, están todas y todos invitados a reflexionar las teatralidades sociales que están sucediendo en el marco de la revuelta. Sobre lo segundo, no hay tal jerarquización de una cosa por sobre otra. Metodológicamente procedo haciendo esa diferencia, pero en la vida real qué y cómo se mezclan.