Contra el juicio del gusto (en la crítica)
«Hacer de posicionamientos políticos un puro asunto de gustos personales es la trampa ideológica». Sebastián Pérez escribe sobre el problema de una crítica centrada en el gusto.
El artículo más conocido de la teórica teatral, Josette Feral, respecto a la crítica se titula ¿Quién tiene necesidad de la crítica? [1] y fue publicado el año 2004. Ocho años después el filósofo Chileno, Sergio Rojas, publicó en el marco de un volumen mayor, una breve pero contundente reflexión acerca de la función de la crítica bajo el título ¿Necesidad de la crítica? [2].
No es casual que iniciándose el siglo XXI las reflexiones en torno a la escritura de la crítica se aborden desde la pregunta por su necesidad. Desde el último cuarto del siglo XX y hasta hoy, la crítica atraviesa una crisis de sentido que cuestiona su propósito y su necesidad.
En mi caso he intentado dar respuesta a esta pregunta insistiendo en que la crítica ofrece un lente con el cual observar y reflexionar problemas artísticos, estéticos y políticos que se despliegan (o no se despliegan) en las obras. Y es que precisamente eso creo que es lo que falta hoy en el medio teatral local: pensar, situar, reflexionar, comparar y evaluar la producción artística.
Este modo de entender la crítica permite abordar una obra como Donde viven los bárbaros de Bonobo Teatro, sin sentir la obligación de tener que comentar pormenorizadamente si las actuaciones de Urzúa o Cañas, la dirección de Olivari, el texto de Manzi o el diseño de Los Contadores Auditores fueron del gusto del crítico. En cambio, permite pasar a discutir conceptos fuertes como el de representación política y estética de la otredad [3].
¿Por qué no me interesa hablar sobre si me gustaron o no las actuaciones? Porque me resulta irrelevante. ¿A quién le puede importar que a mí me haya parecido brillante la actuación de Gabriel Urzúa? Solo al encargado de comunicaciones de donde se esté presentando la obra, o quizás, el/la productor/a de la obra para complementar alguna postulación a un festival o un fondo, y en una de esas, al propio Urzúa.
No quiero decir con esto que el gusto sea algo irrelevante. El punto es que la aproximación a la obra centrada en el gusto personal del crítico si bien puede ser un modo primario de vinculación con la puesta en escena, no puede ser la manera de evaluar la obra. El ejercicio crítico no puede basarse en una coordenada valorativa engañosa como el gusto, plagado de prejuicios y sesgos cognitivos.
Los prejuicios y los sesgos son importantes para dar respuestas rápidas en contextos conocidos. Sin embargo, inhiben el razonamiento lógico, el análisis y la argumentación, cuestiones fundamentales en el ejercicio de la crítica. En ese sentido, podemos decir que el gusto no razona, más bien, acciona. Por eso bajo el juicio del gusto podemos terminar considerando que todo es válido, todo es cierto, todo es correcto y todo está bien. Porque “el gusto es subjetivo”.
Pero no, no todo es cierto ni todo es válido. Sería absurdo considerar que dos personas que discuten sobre si Dios existe o no existe, estén ambas en lo correcto. O bien, que alguien afirme estar aquí y no aquí al mismo tiempo. El punto es que dos argumentos opuestos entre sí no pueden tener la misma validez o rango de verdad sin contradecirse el uno al otro (ocurriría el llamado «principio de no contradicción»).
En cambio, lo que si puede ocurrir es que se plantee el asunto de manera tal que ambas proposiciones se vuelvan compatibles en su contradicción. ¿Cómo? A través del juicio gusto: al afirmar que a mí me gusta creer en Dios reoriento el problema lógico-racional a un asunto subjetivo-individual donde no se hace necesario discutir posicionamientos porque ninguno altera el orden del otro, básicamente, porque ya no comparten un espacio en común.
Y esta es la trampa ideológica última: hacer de posicionamientos políticos que necesariamente determinan un modo de organizar nuestra vida en común, un puro asunto de gustos, individuales y privados. Frases como “a mí no me gusta la homosexualidad, respeta mi punto de vista” funcionan en este sentido, camuflando como gusto personal posicionamientos políticos que, en el caso de esta frase, colinda peligrosamente con discursos discriminadores, homófobos, racistas, supremacistas, etc.
En la crítica no es distinto. Cuando el crítico o la crítica afirma que tal o cual actuación fue «bella y sensible», que el diseño fue «bien construido» o más matizadamente, que la dirección fue «interesante», sin argumentar aquellos juicios sobre lo bello, lo bien hecho o lo que resulta ser interesante, en realidad lo que está haciendo es que su gusto hable por él o ella, y tras el gusto, un encuadre ideológico que funciona por defecto, como discurso del poder.
Confundir el gusto personal con el razonamiento lógico es algo que hoy vemos percibimos que sucede -intencionadamente o no- con más fuerza gracias a las redes sociales. Esta confusión lleva a creer muchas veces en que no hay asimetrías en el conocimiento. Y así es como vemos a Roberto, actor de teatro y tuitero negacionista, discutirle de tú a tú los resultados de una investigación sobre el cambio climático a Marcelo, geógrafo, master en climatología con 20 años de experiencia en la ONU y una carrera llena de terrenos a los casquetes polares para analizar su derretimiento.
¿Cómo es que llegamos a creer que todos los puntos de vista sobre las cosas pueden coexistir con la misma validez? Podemos especular con la progresiva desaparición de lo público en el espacio común, de lo común del espacio político, y de la política del espacio cotidiano. Todo agenciado por la progresiva centralidad del modelo neoliberal como agente dinamizador de las relaciones individuales a través de un mercado de diferencias e identidades estéticas. Así ha sucedido que discusiones de orden teológico que alguna vez desataron guerras, hoy se resuelvan como un asunto de gustos (el «me gusta creer en Dios» de más arriba).
En ese sentido, una crítica basada en el gusto ya no solo es problemática por sus sesgos y cuestionable capacidad de razonamiento: lo es también porque da continuidad a este modelo tendiente a imbecilidad [4] sin presentar oposición alguna. De ahí la insistencia y majadería en entender la crítica como un ejercicio sensible y creativo, pero también razonado, lógico y causal que permite hacer contrastes a partir del análisis de parámetros estéticos, artísticos y políticos.
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Imagen:
[1] Artículo publicado en el libro Teatro, teoría y práctica: más allá de las frontera.
[2] Artículo publicado en el libro El arte agotado.
[3] Y para el caso de la obra de Bonobo esto resulta fundamental en tanto existe el riesgo de que la potencia de la obra sea de todos modos asimilada como una suerte de parodia de la moral “progre”, otra más en la larga lista de puestas en escena paródicas del último tiempo en el teatro santiaguino. La respuesta inmunitaria al malestar con el presente toma la forma de parodia, de burla. En ese sentido, no es ningún descubrimiento afirmar que el teatro local ha agotado en menos de una década el sentido mismo de parodiar el poder. Dónde viven los bárbaros ha sido una excepción que permitió reflexionar respecto a cómo las formas de inclusión de la otredad se convierten en formas de exclusión.
[4] La imbecilidad la uso aquí, pese a su carga semántica, en un sentido etimológico: como la imposibilidad de alguien o algo de sostenerse por si mismo.