Perdóneme, no tengo más palabras
Han pasado exactamente cinco años desde que Chile, país de cien años de derrotas, ganó algo en el fútbol por primera vez. Sebastián Pérez recuerda este hecho reflexionando sobre el rol del relator deportivo, el lenguaje, el arte y los acontecimientos.
Mirar los videos sugeridos en YouTube es un vicio. Admito que pierdo varias horas a la semana haciendo zapping entre videos de gastronomía, noticias, documentales, teasers de películas, capítulos de Los Simpsons, música, conferencias, deportes, etc. Lo último que me apareció fue el resumen de los penales entre Chile y Argentina por la Copa América 2015, y por supuesto, lo vi.
En realidad, he visto ese resumen decenas de veces y siempre me llama la atención un par de cuestiones sobre el relato de Claudio Palma. La primera es algo que ocurre hacia el final de la transmisión, cuando Chile ya sale campeón. Allí Palma hace una oposición que puede parecer algo gratuita: “no lo niego, yo no vibro con la ópera, yo no vibro con la pintura ni con la música clásica, yo vibro con ustedes, el fútbol”, dice el comentarista.
Vaya a saber uno por qué a Palma se le ocurrió oponer al arte el fútbol. Quizás buscaba destacar lo popular, masivo y abierto de este último versus lo elitario, privativo y cerrado del primero. Pero esa oposición y esa discusión no me interesa. Me parecería más interesante saber por qué Palma no «vibra» con, por ejemplo, la pintura. ¿Será que no le pasa nada? ¿Por qué? ¿será algún estilo en específico o toda?. En cualquier caso, son sus intereses, todo bien. Ahora, ¿qué pasa si no vibra con la pintura, la ópera o la música clásica porque hay algo en ellas que ya no vibra? Entonces estaríamos frente a otro problema.
¿Un arte que ya no vibra llega a su fin? Podría ser. Lo que no vibra, está muerto. Sin embargo, se ha decretado su muerte y fin durante décadas, y pese a ello, el arte y sus problemas siguen aquí. Podríamos decir que quizás nunca murió pero sí se agotó cierta forma de entenderlo, como señala Sergio Rojas. Entonces hoy habría formas artísticas que ya no vibran, pero no por eso están muertas, sino que están ahí junto a nosotros.
¿Qué haría vibrar a una obra de arte? A diferencia del fútbol donde parecen ser más claros los elementos que estremecerían al espectador-hincha -pues allí se gana o se pierde, se mete un gol o se recibe uno en contra-, es difícil definir qué hace vibrar a la obra de arte respecto del mundo. Tendrán que ver los intereses particulares tanto del artista como el espectador proyectados en la obra: qué busco, qué espero, qué pretendo.
Por ejemplo, en tanto partido de fútbol, yo vibré con esa final que seguí desde el living de mi casa simplemente porque Chile metió los penales y ganó. Si hubiera perdido no sería lo mismo. Sin embargo, viendo las repeticiones en YouTube vibro con el relato de Palma, ya no tanto por el resultado del partido como por la factura de la narración. Es un relato magnífico que da, incluso, con varias cuestiones que valoro en las prácticas artísticas. Y esta es la segunda cuestión que me llama la atención respecto a su relato.
Para relatar bien un partido hay que dar cuenta de la acción que ocurre en vivo, de manera imprevisible. Eso implica usar las palabras e imágenes precisas. Y si ya dar con las palabras justas en un ejercicio de improvisación no es fácil, imaginemos hacerlo en una final histórica, intentando habérselas con un acontecimiento inédito como el que se vivió esa noche de julio.
Un acontecimiento no es cualquier cosa. Usualmente detectamos que algo lo es por su magnitud y porque desborda nuestro lenguaje volviéndolo insuficiente, es decir, nos faltan palabras e imágenes para dar cuenta de lo que está sucediendo. La revuelta de octubre de 2019 fue un acontecimiento. Pero también lo fue esa noche del 4 de julio de 2015. Yo, durante el partido y las horas posteriores, no pude decir nada que no fuera lo obvio, llorar o gritar. Así estuvimos millones.
En cambio, Palma intentó continuar relatando pese a su evidente estado emocional y la pérdida de su voz. Como pudo, intentó significar un acontecimiento inédito usando algo tan aparentemente común y banal como el comentario deportivo. Digo que lo intentó y no que lo logró porque eso sucedió. Palma mismo lo dice: “perdóneme, Schiappacase, no tengo más palabras”. Para mí, en parte, de eso se trata el ejercicio artístico: insistir en el lenguaje, en las imágenes y representaciones, aunque fallen.
No pretendo decir que lo que hace Palma es arte, porque eso implicaría intentar definir qué es y qué no es, y esa discusión no me interesa abordarla aquí. En cambio, quiero apuntalar lo que yo creo que son cuestiones mínimas que hemos logrado sacar al limpio respecto a funciones que cumple el arte, independiente de lo que se entienda por él: ir hacia donde no hay lenguaje disponible, colapsar categorías, romper certezas, desnaturalizar el presente, ir sobre los acontecimientos para significarlos y, cómo no, fallar en sus intentos.
Hasta esa noche de invierno, Chile llevaba cien años sin ganar nada. Esto no es cualquier cosa. No ganar nada durante un siglo define parte de la identidad nacional. Generaciones de chilenos crecieron con la certeza de ser un país que no gana nada. Personalmente me atrae ese rasgo tendiente al fracaso, lo considero muy propio, pero debo reconocer que se siente muy bien ganar algo y sentirse por un momento, ganador de algo. “Dejamos atrás cien de lágrimas, dejamos atrás cien años de derrotas, dejamos atrás los años de perdedores”, termina de decir Palma. Lo vuelvo a escuchar y tiemblo.