Seguir ardiendo en preguntas: la muerte de Artaud
A casi 70 años de la muerte de Antonin Artaud, revisitamos la vida y obra del poeta y dramaturgo francés.
Un cuatro de marzo de 1948, luego de freírle el cerebro durante nueve años en distintos manicomios, muere de cáncer en Ivry-sur-Seine, Francia, Antonin Artaud, poeta, dramaturgo, director y actor francés, creador del llamado “teatro de la crueldad”. Triste final para una mente brillante que nunca requirió de terapia de electrochoque: la enfermedad que lo aquejaba, hoy se trata con antibióticos de bajo costo. Todos sus síntomas, su irritabilidad, los cambios súbitos de humor, los cuadros depresivos y las convulsiones, encajaban en un diagnóstico, a saber, neurosífilis.
Resulta irresistible hacer el ejercicio anacrónico –y aparentemente intrascendente- de preguntarse qué habría pasado con toda la obra del francés si hubiera recibido el tratamiento correcto a tiempo. ¿Habría existido el Artaud que hoy conocemos? En cualquier caso, la pregunta parece tener más sentido cuando se dispara hacia el presente, hacia nuestra época, cuestionando las interpretaciones contemporáneas de la crueldad artaudiana.
No me refiero a la (in)eficacia del cliché escatológico, violento y sombrío que merodea todavía la academia, sino a otra centenaria discusión que cuestiona el lugar hegemónico que ocupa la palabra (el textocentrismo) en el teatro. En esta disputa también se inscribe el trabajo de Artaud. “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”, afirmaba el francés.
Artaud disputa el lugar de la palabra en tanto esta ha dado lugar a una tradición, o mejor, una convención teatral burguesa y conservadora. Pero, ¿cuál sería, siguiendo a Artaud, el mejor lenguaje posible? No creo que la respuesta se halle respondiendo en términos dicotómicos (como lo hemos intentado hasta hoy) a través de una especie de sustitución de la palabra por la imagen. La desconfianza de Artaud no parece ser tanto por la palabra como por quien detenta y direcciona su uso. Artaud sabe que no hay un afuera del lenguaje y también sabe que lo que queda es trampearlo. Lo aprendió con los surrealistas y lo aplicó hasta el fin de sus días escribiendo «Para terminar con el juicio de Dios».
Hay otra razón para no responder en blanco y negro: bastarían tan solo 20 años tras la muerte del dramaturgo para que otro francés, Guy Debord, dijera más menos lo mismo, pero sobre, precisamente, la imagen («el espectáculo es una relación social entre personas mediatizada por imágenes», afirmaría en su Sociedad del espectáculo).
En efecto, hoy millones de imágenes viajan cada segundo por la internet sin siquiera ser vistas, de un modo similar al que en que Spotify haya más de 4 millones de canciones que no han sido reproducidas ni una sola vez. Desde la masificación del internet hasta hoy -en no más de 30 años-, nos hemos vuelto productores antes que consumidores de imágenes, palabras y sonidos. El acceso a la tecnología, internet y la vida en redes sociales digitales ha generado el efecto opuesto a la democratización. Le hablamos a nadie y nadie nos escucha.
Nos enfrentamos a un momento epocal radicalmente complejo donde abunda la desconfianza en el poder las palabras y en el de las imágenes, pero la respuesta no está ni en escoger una de ellas ni negarlas por completo. Entonces, nuevamente, ¿cuál sería el mejor lenguaje posible para Artaud? ¿Qué habría hecho si hubiera conocido la internet? y finalmente, ¿qué puede hacer y/o decir el teatro frente a ello?