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Mauricio Kartun

Mauricio Kartun: “Lo que el teatro necesita es verosimilitud, no verdad”

Mauricio Arturo Fuentes se suma a las colaboraciones en Hiedra con esta conversación junto a Mauricio Kartun, destacado dramaturgo y director de teatro argentino, a quien hace tiempo queríamos entrevistar. Acá habla de su niñez, su identidad y del teatro. 

Mauricio Arturo Fuentes
Actor, licenciado en arte teatral, escritor.

 

Vengo haciendo entrevistas desde comienzos del 2000, en la mítica Radio Tierra. Recuerdo haber entrevistado a Juan Radrigán, (Premio Nacional de Artes 2011) Marés González (Premio Nacional de Artes 2003), Matías Bize, etc. Este verano me acerqué, virtualmente, a los muchachos de la Revista Hiedra, para ver la posibilidad de colaborar con ellos, y llegamos a acuerdo: hacer entrevistas (mi especialidad) y eventuales artículos sobre teatro y sociedad.

Para partir, decidimos comenzar con una de la voces de la dramaturgia más importantes en América Latina. Su obra es conocida internacionalmente -En Chile estuvo, hace pocos años, con Terrenal-, y aunque se le identifique demasiado con su país de origen, Argentina, y sus complejidades de todo tipo, la verdad es que Kartun expone temas universales que trascienden épocas y territorios.

La primera vez que pude ser espectador de una obra de Mauricio Kartun (también, director de sus obras), fue cuando fui a ver Terrenal, en el mítico Teatro del Pueblo, en Buenos Aires. Tuve el privilegio de presenciar la versión con el elenco original, que incluía a Claudio Rissi (Confieso que soy su admirador); ya había leído otros textos de Mauricio, en la universidad. A la salida de la función, me sentía muy conmovido, no tanto por el drama de la obra, sino por haber sido testigo de una puesta en escena que, desde todos los ángulos, contenía la magia de la teatralidad: la escenografía, los vestuarios, la música en vivo, el lenguaje actoral, el texto, etc.

Hoy, tuve el placer de entrevistarlo, después de haber visto, justo antes de la pandemia, La Vis Cómica (obra basada en el Quijote, que indaga sobre la labor del director y el dramaturgo, en tiempos del virreinato español, en la Argentina).

Conversamos una hora y no hubo desperdicio de palabras. A veces, pude percibirlo muy cercano; otras, bastante lejano, pero lo que sí puedo afirmar es que tuve el privilegio de ser parte de algo que fue más que una simple conversación sobre su carrera y el teatro. Fue como una clase maestra dada en privado. Comparto con ustedes esta experiencia.

 

¿Cómo comenzaste en la escritura y, en especial, en la escritura de teatro?

De chico fui lector enfermizo. De alguna manera, la ficción literaria ocupaba el lugar que hoy ocuparía, qué se yo,  las series por ejemplo. El acceso posible a la ficción, a su entretenimiento, estaba en aquella época en los libros y en las revistas de historietas. Devoraba todo lo que se me ponía por delante. Y un día quise ver cómo era eso de escribir. Siempre me ha parecido que el escritor es alguien que mirando la realidad en una vidriera siente de pronto la tentación de pasar del otro lado.  En el caso de la literatura es sencillo, porque uno puede probarlo sin exhibición vergonzante. No hay riesgo. Uno agarra un cuadernito, escribe un cuento y si tiene un poco de criterio lee lo que escribió, lo compara con la literatura que le gusta, y se da cuenta, en principio cuáles son las cualidades, si las tiene, y los defectos (que tienen siempre, inevitablemente). Si no sale nada digno hace un bollo y lo tira. Y si le ve la punta empieza a corregir con paciencia.

Probando ese otro lado del espejo descubrí que la escritura tenía cierto atributo de lo musical. Que podía escribir si descubría la música interna de un relato y escribía siguiendo esa música y despreocupándome de la letra. O, en todo caso, preocupándome pero dejando que esa letra viniese de la música. Lo que en términos literarios diríamos el tono. Descubrí temprano el concepto de tono. No me lo podía explicar todavía entonces, pero sí  comprobar que si me ponía a escribir y asumía un tono (generalmente ajeno, el de un autor que me gustaba), ese tono me llevaba, me contenía. Así escribí algunos primeros cuentos y a los veinte años gané un concurso con uno de ellos. Le hago los créditos a Abelardo Castillo que me prestó el tono para ese cuento. Fue definitorio. Venía de un lugar medio complicado con la cultura formal, no conseguía ni terminar el colegio secundario, había repetido tres años.

¿Por qué no podías terminarlo?

Conflictos matemáticos, digamos. Hasta hoy no he conseguido relacionarme en términos más o menos amigables con las ciencias exactas. Una especie de tara natural: Tengo –en compensación probablemente- más desarrollada lo que hoy llamarían la inteligencia narrativa. Las inteligencias son compensatorias. Cuando las carencias de una no te permiten avanzar, el cerebro simplemente fortalece la otra. Como cuando te duele una pierna y te apoyás en la de al lado. Fortalece otras formas de inteligencia, analógicas, por las que podés llegar a resultados parecidos por distintos caminos. A mí, la constitución de lo abstracto en términos aritméticos, me resultaba imposible. Pero, en cambio, podía resumirlo de manera más o menos solvente en un relato.

Escribí narrativa, como te decía, gané ese concurso y una especie de mentor literario que había en mi bario -Yo vivía en el gran Buenos Aires, en San Martín-, un periodista que leía nuestros trabajos de escritores jóvenes y nos orientaba, me aconsejó un día pulir mis diálogos escribiendo teatro. Que escribiendo teatro el narrador desarrollaba una habilidad auditiva, me dijo. Que así los diálogos cobraban verdad y sonoridad. Encontré un curso de dramaturgia en un volante pegado en una pared en la calle Corrientes, y fui por ahí.

Para entonces había logrado terminar el secundario. No aprobarlo –quedaron ahí colgadas tres materias – pero al menos terminarlo. 

¿Qué les pasaba a tus padres con estas decisiones que ibas tomando?

Mi viejo había muerto unos años antes. Nos dejó, a mi hermano y a mí, su comercio, un puesto en el Mercado del Abasto de San Martín y durante muchos años trabajé en ese puesto. Mi madre me insistía mucho con que termine el secundario. Tenía conmigo expectativas profesionales. Como las había tenido mi padre. Mi madre era inmigrante española y mi padre primera generación argentina de inmigrantes rusos. Los dos tenían mucha esperanza en yo fuese profesional: me soñaban médico, abogado… Me insistían mucho con el estudio. Terminé el secundario pero nunca me presenté a dar esas materias, matemáticas, física y química, me angustiaba y me angustia la pura idea de tener que estudiar algo así.

¿Tu padre era de alguna colonia rusa en la Argentina?

Sí, nacido en una colonia judía de Santa Fe. Aquí, en varios lugares hubo colonias similares. Un filántropo –tocayo nuestro-, Mauricio Hirsch, super millonario, bancó la creación de colonias a las que llegaban los judíos rusos, obligados a emigrar por el hambre, la persecución, por la violencia. Mis abuelos fueron una de esas familias.

¿Cómo un hijo de inmigrantes europeos -que no tiene tanta historia hacia atrás como argentino- construye su argentinidad, que se ve tan reflejada en su obra, en tus textos, en la oralidad de tus textos?

Una identidad forjada en el modo híbrido, nada original siendo argentino. Me constituyo en esa tradición nacional que es la de la mezcla. Creo que la constitución más orgánica de un universo literario es la realizada desde la identidad. Aceptar que cualquier cosa que escriba será resultado de lo que soy y no desde lo que quisiera ser. Soy el autor que puedo ser. Creo que en la identidad está justamente la entidad de la escritura. Deja de ser un hecho fabricado para transformarse en un hecho generado, generado en el sentido literal de “gen”, de genético.  Mi genética es la de ese mestizaje.

Yo vengo de un país donde muchas veces se afirma que tenemos una identidad muy débil y que se expresa solo en ciertas ocasiones, como fue con el Estallido Social. Una identidad negada al pueblo por las elites y transformada a la fuerza por la instalación forzada del neoliberalismo. De todas maneras, podemos decir que la identidad no es algo fijo, que se modifica, más allá de los rasgos atávicos que nos constituyen. A veces, nos sorprendemos con lo que podemos llegar a ser o hacer, en la medida que nuestra identidad se manifiesta en situaciones desconocidas que nos llegan de improviso. Hay mucho en nuestro inconsciente que desconocemos y el arte tiene la posibilidad de sacar eso a la luz. 

No creo que exista tal falta de identidad, puede que exista en todo caso su negación. Pero sí es cierto que el arte exhibe siempre a esa identidad. Entiendo que, por ejemplo en tu caso, para un chileno es más difícil ser dramaturgo en la Argentina, porque pesa el dilema: ¿Escribo como argentino?  ¿Cambio el acento? ¿Me deshago de mí identidad o bien adopto una forma híbrida personal en la que encuentro el equilibrio? Creo en esto otro. En encontrar el modo de identidad que no intente metamorfosearse con la del receptor. Pasa en la narrativa. Leí hace poco una novela, “Poeta chileno”. El escritor es…

…Alejandro Zambra.

Zambra. Preciosa, preciosa esa novela. Hay allí localismos que yo no conocía y justamente eso era parte de lo que la volvía más interesante, más misteriosa. La sensación de que había ahí una profunda identidad –diferente en mucho a la mía- y a la vez, curiosamente, una profunda identificación posible. Me parece que en el teatro, sobre todo, lo interesante es la posibilidad de crear un lenguaje que tenga esta ambivalencia: ajeno y propio a la vez.

Creo que vos viste mi obra Terrenal. Tal vez buena parte de lo que escuchaste no lo entendiste. Pensaste quizá que por demasiado porteño. Bien. La cuestión es que tampoco lo entienden los porteños y piensan que porque es un lenguaje folclórico. Pero tampoco. Es un lenguaje hecho de otros lenguajes extraídos de distintos lados. No tiene una verdad naturalista, tiene una verosimilitud. Si tuviese que trabajar en términos de lo que me conviene escribiría buscando un lenguaje urbano y globalizado, que es el que hipotéticamente te permitiría, por ejemplo, facturar festivales internacionales. Escucho a veces cuando giramos por el exterior comentarios sobre el localismo de mi lenguaje y me río. ¡Si supieran que en mi ciudad tampoco se entiende! No, no es localista. En todo caso es localizado, localizado dentro de mi cabeza.

Uno de los problemas que atraviesa el teatro actual es que copió los atributos del cine, su competidor exitoso, al que le iba muy bien haciendo realismo naturalista; y buena parte de su producción quedó atrapada en esa fórmula de principio del siglo XX. Venía de 23 siglos de lírica y poesía, y se pone de golpe realista naturalista. Creo que una decisión sana es romper con esa dependencia y aceptar que el teatro tiene una libertad de lenguaje oral extremadamente mayor que la del cine. Puede construir algo muy propio y muy audaz, sin la necesidad de querer parecerse a la vida. Lo que el teatro necesita es verosimilitud, no verdad.

Hay varios movimientos que han surgido con fuerza en el último tiempo, más allá de que no sean nuevos, como el feminista, el queer y de las divergencias sexuales, con representantes jóvenes que traen nuevas propuestas, más aguerridas. Mucha gente de teatro toma estas temáticas para ponerlas en escena, dialogar con ellas, etc. ¿Qué te sucede a ti con estos movimientos? ¿Te convocan? ¿Te modifican en tu trabajo o, simplemente, los observas desde lejos?

La historia del mundo es la historia de sus rebeldías. Y buena parte de sus dramas no son otra cosa justamente que la historia de la represión a esas rebeldías. El mundo resulta de esa dialéctica. Fluir con el mundo te obliga a asumir la existencia de esas dialécticas, y a defenderlas entendiendo que esa rebeldía está allí liberando algo trabado. Algo injusto. Curando. No podés dejar de observar, de admirar y de sumarte a la energía transformadora que tiene esa rebeldía si lo entendés como el camino a la felicidad de muchos. Es inevitable que esas realidades pechen su lugar en lo que estás escribiendo.

En Argentina y en Buenos Aires, en particular, hay muchas personas con raíces europeas directas, pero también hay comunidades indígenas y mucho mestizaje. Yo lo pude ver ayer en una marcha, que entraba por Corrientes, de grupos políticos obreros, donde la mayor parte de las personas eran de rasgos mestizos o indígenas. Probablemente venían del conurbano, pero eran argentinos también; una argentina un tanto escondida u ocultada. También, he tenido la oportunidad de conocer a porteños que, cuando se refieren a personas originarias de países vecinos, nos llaman “latinoamericanos”, distanciándose ellos de esa identidad. ¿Cómo percibes tú a ese mundo “originariomestizo”, que habita con nosotros, que está tan cerca? ¿Podemos verlo en tu escritura?

Buena parte de mi escritura tiene que ver con eso. Argentina vivió en los 40’ una migración interna; gente de las provincias, descendientes directos de pueblos originarios, llegaba a la capital y encontraba la posibilidad laboral en tareas que hasta ese momento cumplían inmigrantes italianos, españoles, rusos, que habían conseguido su ascenso trabajoso a la clase media e iban cediendo espacios en oficios más sacrificados.  Esa misma clase media reaccionó enseguida contra lo que llamaron el cabecita negra, el cabeza como decimos. Ese cabeza no es otra cosa que la irrupción de la identidad latinoamericana en lo urbano, un choque extraordinario, porque es en realidad además de un choque social un choque filosófico. Lo que trae ese cabeza, es justamente la cultura de esa américa profunda. Y una identidad diferente de la urbana, claro. Un filósofo que disfruto mucho, Rodolfo Kusch, explica cómo la clase media y la clase alta viven la llegada de la identidad latinoamericana como la irrupción de la barbarie. Sostiene Kusch que, si el pensamiento europeo es el del hacer, el pensamiento latinoamericano es el del estar. Simplemente ser y estar sin la necesidad de transformar de manera compulsiva el entorno, conviviendo con él. Por supuesto desde los ojos de aquel inmigrante, desde el clase media ascendido se lo ve como pereza: “no prosperan porque no les gusta trabajar”. No pueden admitir la idea de una mirada vital diferente. Ese es justamente el argumento de mi obra Terrenal. Abel convive en sintonía con su entorno. Caín vive condenado a modificarlo.

En buena parte de mi producción, El niño argentino, Salomé de chacra o Pericones, aparece esa dialéctica.