Progresismo neoliberal y cultura: una de cal y otra de arena
¿Qué rol juega la cultura en el panorama político actual? Sebastián Pérez ensaya una aproximación desde una premisa: progresismo y neoliberalismo unidos, jamás serán vencidos.
1. Contexto
Días atrás di con una entrevista a la filósofa feminista estadounidense Nancy Fraser, donde afirmaba la necesidad de construir un populismo de izquierda que fuera capaz de articular una respuesta al populismo de derechas de Trump, pero que también se planteara como alternativa al neoliberalismo progresista. Más que la pregunta por qué hacer que Fraser intentaba responder, me interesó el modo en que articuló la noción de progresismo y neoliberalismo en un mismo concepto, pues creo que define el modo en que en Chile se ha realizado aquello que llamamos como transición a la democracia, donde la cultura ha ocupado un rol más central del que creemos.
2. ¿Se puede ser progresista y neoliberal?
Vamos por parte: la principal característica que define al neoliberalismo progresista es su preocupación por abordar una agenda valórico-cultural que, sin embargo, no toca la agenda económica, sino que por el contrario, la consagra como prioritaria para su proyecto de gobierno.
Si bien hoy en países desarrollados esta fuerza progresista parece debilitarse ante su propio desgaste y la acción fortalecida de los populismos de derecha (Trump, por ejemplo), en países como el nuestro, ha definido -y lo continúa haciendo- con éxito la relación entre sociedad, Estado y mercado durante las últimas tres décadas.
Bajo la promesa de más democracia, más desarrollo y, por supuesto, más cultura, el progresismo neoliberal abraza y defiende discursos de la diferencia (minorías sexuales, pueblos indígenas, inmigrantes, lógicas multiculturalistas, etc.), de inclusión y acceso.
Esto, en el ámbito de las políticas culturales, ha sido un discurso tan pregnante, que se ha vuelto sentido común. Hoy lo políticamente incorrecto sería que las instituciones privadas y de gobierno no celebren la cultura, el arte, la creatividad, la apertura social y la participación ciudadana, aunque esta última consista básicamente en un pasacalle bailando caporales, una obra de teatro entremezclada con actores profesionales y aficionados o museos gratuitos.
Pero al mismo tiempo que se invita a vivir esta democracia progresista y liberal, se desprecia cualquier intento por alterar la estructura económica hegemónica, tildándolo de radical. De este modo se consagra una narrativa de apertura social, y al mismo tiempo, se precarizan las condiciones materiales del trabajo y de la vida, invisibilizando desigualdades (Chile es hoy el país más desigual de la OCDE) que ahora se tranzan como individualidades en en el mercado de las identidades estéticas.
3. Hay que consensuar
La trampa progresista neoliberal consiste entonces en hacernos creer que no hay otro modo de hacer las cosas, y que por eso es necesario el consenso. Se nos dice que no hay alternativa, que es mejor esto que el conservadurismo de derecha que, en materia de cultura, siempre ha despreciado el rol del arte y la cultura bajo la excusa de priorizar el presupuesto público en términos de lo que es realmente productivo (y por tanto necesario).
Y este es el problema último con el progresismo neoliberal: su lógica del consenso no es más que otro modo más refinado de administrar la desigualdad. Porque en el marco de economías desigualitarias, -estructuralmente desigualitarias-, el acceso, tanto como los valores de apertura a la diversidad se proyectan, fundamentalmente, como un deseo realizable a escala de orden individual: yo soy, yo quiero ser, yo demando, yo exijo.
Así, nos da una de cal y otra de arena: se nos da un derecho y se nos quita otro*. Al mismo tiempo que celebramos la justa restitución del derecho de las mujeres a abortar, por decreto se vulnera los derechos a la privacidad digital de toda la sociedad. O bien, se nos hace pasar por derecho social lo que en realidad es un negocio al decirnos que el único modo de consagrar un derecho básico es a través del mercado, como sucede con la actual gratuidad en educación donde el Estado abre la billetera a instituciones privadas.
En el marco de la aprobación del nuevo Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, resulta más que necesario tener presente esta panorámica. El futuro ministerio permitirá resolver –en parte- una serie de problemas relativos a la carencia de infraestructura e institucionalidad, sin embargo, no hay nada que nos permita pensar que su lógica de administración de la cultura vaya a ser distinta a lo que se ha venido dando estos últimos 27 años.
Es por ello que, aunque resulte casi imposible cartografiarlo, es fundamental insistir en pensar en lo que estamos entendiendo por neoliberalismo. Quizás debamos patir, –como han afirmado Gago, Sztulwark y Picotto-, por apreciar el neoliberalismo como algo más que una racionalidad económica favorable a una élite, -mirada aún simplificada- y verlo como «un dispositivo gubernamental cuyos mecanismos funcionan a nivel global y a nivel micro político incluso cuando queda deslegitimado como ideología». El neoliberalismo es una lógica cultural extendida en red que celebra la cultura al tiempo que la precariza. En esa red estamos todos.
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* Sería bueno recordar que, como bien afirmó Rodrigo Karmy, el liberalismo fue capaz de defender la democracia en Europa y la esclavitud en América. Dicho de otro modo, el precio para la materialización de nuestros derechos, son los derechos de ellos. Para las democracias neoliberales el principio no es distinto.