Hacer teatro no es cualquier cosa: otros apuntes para una desmitificación necesaria
¿El teatro como un acto de resistencia? ¿Colaboratividad? A partir de la columna escrita por Iván Insunza semanas atrás, Sebastián Pérez suma nuevos conceptos para discutir su uso ya sea por considerarlos demasiado generales, agotados o erráticos.
1. Lo efímero y lo aurático no son un seguro de viaje
Se puede repetir mil veces el mantra de que el común denominador del teatro es el instante efímero indesauratizable sin que ello implique que algo interesante vaya a suceder en escena. Lo efímero y lo aurático no aseguran nada especial ni particular. Muchas películas (no auráticas) son mucho más interesantes que una obra de teatro. Con esto quiero decir que algo que sucede aquí y ahora sin posibilidad de volver a repetirse puede no significar nada en la experiencia del espectador, aunque nos duela. Malas obras son –por suerte- efímeras. Y la vida misma pareciera ser así: estamos llenos de momentos auráticos y efímeros que no significaron nada en nuestra biografía o que hubiéramos deseado no tuvieran lugar. Cuando lo aurático y lo efímero operan como valor agregado per se de las artes escénicas, cometemos un peligroso error de acercamiento que vale la pena revisar.
2. No confundir colaboratividad con precariedad
La precariedad sistémica del sector, la ausencia de especialistas y plazas laborales bien remuneradas para los mismos, hace que todos hagamos de todo. El mismo que dirige sabe de electricidad, la actriz le pega al maquillaje y el dramaturgo tiene dedos para la realización escénica. Esta realidad, fruto de condiciones sistémicas, da como resultado la sensación de que “todos hacemos de todo” y por ende, “todos juntos hacemos todo”. De ahí a la idea de que trabajamos colaborativamente, un paso.
Pero la precariedad no necesariamente implica colaboratividad. Trabajar de manera colaborativa es algo más que hacer todos juntos porque no podemos pagar especialistas. Tampoco es simplemente sumar gente no profesional al montaje asumiendo que allí sucederá una suerte de vínculo horizontal y desjerarquizado entre arte y comunidad. Un buen ejemplo de esto son los Coros Ciudadanos de los hermanos Ibarra Roa: suman gente, pero ésta no tiene la posibilidad de cambiar su rol en el espectáculo ni el sentido del mismo. Son siempre muchedumbre subordinada a la jerarquía productiva de los roles. Si son protagonistas de algo, lo son en tanto masa sin subjetividad, sin capacidad de cambiar la estructura misma a la que ha sido convocada dicha «ciudadanía».
En cambio, trabajamos colaborativamente cuando nos vinculamos de cierta manera con el proceso y con los espacios, alterando lineamientos estéticos, artísticos y políticos de la puesta en escena sin que ello implique anular la condición de especialistas de ciertos agentes implicados (diseñadores, dramaturgos, etc). Es decir, logramos hacer mixturas y tránsitos disciplinares entre especialistas y con no profesionales ahí donde una metodología de trabajo incorpora el material creado. En ese sentido, la colaboratividad está más cerca de la transdisciplinariedad, que el simple arrejuntamiento de personas.
Por otra parte, no habría que olvidar el oxímoron neoliberal de la “comunidad de invididuos” como momento posterior al de “pueblo”, es decir, sujetos agrupados en el marco de su propia soledad versus otra cosa aún difícil de definir. En este sentido la idea de un colectivo, de un trabajo colaborativo debería implicar una superación de aquel oxímoron. No por trabajar de a más de a dos aparece un colectivo. No por decir que todos toman decisiones aparece el trabajo horizontal.
3. Experimentar no es cualquier cosa
Cuenta la historia que el nombre Teatro Experimental con que se fundó el primer teatro universitario de Chile, fue fruto de una prevención: el concepto de experimentalidad era lo suficientemente errático para ser usado como comodín ante el fracaso de sus estrenos. Y en efecto, la idea de experimentalidad poseía -y todavía posee- una fuerte carga significante, tanto que experimentar podría significar prácticamente cualquier cosa si no se delimita un marco conceptual que sitúe su uso.
Federico Galende afirmaba que la noción de pueblo fue sancionada en su uso en un momento de la historia por poder significar prácticamente cualquier cosa. Entonces comenzamos a hablar de ciudadanos. Sin embargo, la potencia de la idea de pueblo hoy sería precisamente esa: que puede significar cualquier cosa, por lo que depende del contexto de uso su eficacia.
Esta podría ser precisamente una manera de remontar la banalidad con que hoy se usa la palabra experimento. Porque así como ensayar no es simplemente repetir, experimentar no es hacer cualquier cosa distinta a la tradición. Hacer experimentos con las cosas implica ciertas reglas, cierta metodología de acercamiento, registro y fijación, prueba y error. La condición de posibilidad para que ocurra algo inesperado y útil para nuestra práctica reside aquí. Una idea general de experimentación, tal como cuando somos niños, es precisamente un modo infantil de acercarse a la práctica profesional de la disciplina.
4. Mi ciudad no es más ecléctica que la tuya
La idea de un campo disciplinar ecléctico es quizás uno de esos lugares comunes más usuales en las artes. Cada lugar donde tenga lugar un campo artístico –sea de manera amplia (Chile, Argentina o México) o más local (Santiago, Valparaíso, Córdoba, etc.), considera que su propio contexto es tremendamente ecléctico. La verdad, tiendo a creer que en el marco de un modelo capitalista, lo ecléctico no es característica propia y particular de un lugar, sino una condición basal fundamental. Quizás haya oscilaciones en el espectro respecto de cuán distintas entre sí son diversas prácticas según etiquetas productivas, segmentos y áreas económicas, pero la diferenciación es un principio activo que nos afecta a todos quienes nos inscribimos en el mismo modelo. Además, las artes, entendidas modernamente, tienden siempre a su propia diferenciación.
Recuerdo que alguna vez un profesor nos decía en clase: si mañana todos saliéramos a la calle vestidos con la misma ropa a hacer las mismas cosas, el capitalismo se acaba. Sabemos que eso no sucederá, precisamente porque todas y todos tenemos incorporado dentro de nuestra subjetividad el principio de la diferencia. La deseamos. Así las cosas, la idea de que lo que sucede en Valparaíso es más ecléctico que lo que sucede en Santiago me parece una aproximación algo camiseteada, sospechosa. Siempre hay diferencias, lo que hace que intentar marcar jerarquías entre ellas sea algo miope, o derechamente mal intencionado.
5. Mi obra dice que es puro cuerpo (pero no)
Otro lugar común muy usual es el que titula este punto. Muchos amigos me han dicho que su nuevo estreno “es puro cuerpo” aun cuando están montando por enésima vez Casa de Muñecas desde el realismo más convencional y textocentrista. La aparición del cuerpo en escena no sucede simplemente por sudar la gota gorda arriba del escenario. Parafraseando al amigo Iván, en el teatro el cuerpo no aparece “por defecto”. Se puede ponderar muy bien el esfuerzo de un actor o actriz sin que ello implique que efectivamente apareció el cuerpo.
Hoy los problemas del cuerpo en la escena tienen menos que ver con el cuerpo mismo y más con los efectos políticos que genera. Esto implica ponderar la intencionalidad de su (des)aparición, la forma en que se aborda el cuerpo en la puesta en escena y lo que produce en el espectador. En resumen, el esfuerzo de un actor se puede valorar positivamente, pero no cualquier cosa es cuerpo, y no cualquier cosa lo hace aparecer como un problema estético, político, artístico.
6. No cualquier cosa es un acto de resistencia
Salvador Allende visitó México en 1972 pronunciando un discurso a la juventud que con el tiempo se volvió histórico. Allí dijo varias cosas, pero una de las frases que más se repite hasta el día de hoy es aquella sobre “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”. Por alguna razón después de 2011 esta cita ha vuelto a tomar vuelo, reemplazando incluso al sujeto «joven» por cualquier otro. Así en determinado momento resultó ser que cualquier cosa era una contradicción biológica, y por tanto, casi cualquier cosa era un acto revolucionario. Una marcha, un baile, un gesto, por mínimo que fuera, eran susceptibles de ser interpretados como un acto revolucionario, o al menos de resistencia.
¿Revolución de qué? ¿Resistencia a qué? ¿Al capitalismo? La evidente ausencia de proporcionalidad entre los efectos de realidad que genera nuestro contexto de producción neoliberal y los gestos pretendidamente revolucionarios y resistentes al mismo, da cuenta de dos cosas: por una parte, el inminente choque de expectativas con la posterior desilusión política, por otra, de cierto dogmatismo irreflexivo tras lo que aparece como revolucionario, como acto de resistencia.
El propio discurso de Allende aborda poco después de la célebre cita este problema: “por eso, el dogmatismo, el sectarismo, debe ser combatido. La lucha ideológica debe llevarse a niveles superiores, el diálogo, la discusión, pero la discusión para esclarecer, no para imponer determinadas posiciones”. Hoy existen discursos artístico-activistas que abrazan una política dogmática y sectaria sin más, asumiendo que en esa suerte de posicionamiento aparentemente marginal cualquier cosa que hagan es un acto de resistencia entre margen y centro. Pero ni lo disidente ni lo resistente son cuestiones aseguradas, a menos que se les considere meras etiquetas productivas que organizan el flujo y segmentan la circulación del mercado. En cambio, su eficacia y rendimiento crítico ha de someterse al ejercicio reflexivo necesario para ponderar el “coeficiente de resistencia” de tal o cual acción.
7. Nada más correctamente político que ser incorrectamente político
Seguro ya han escuchado esta frase. Y tiene mucho que ver con el punto inicial de este texto: la corrección política y la incorrección política son dos formas de no reflexionar el presente, sino simplemente actuar conforme al sentido común (en el caso de la corrección política), y en contra el sentido común con otra forma de sentido común (en el caso de jugar a ser una suerte de Pablo Schwarz en Twitter).
Y es que no por ser más radical se es más crítico. De hecho, el pensamiento crítico supone evitar el pensamiento dicotómico, que es muchas veces el sustento tras de una posición radical. De este modo, ser radical implica muchas más cosas que sostener una posición intransable, un espíritu escéptico y un humor bufonesco o paródico que termina burlándose de todo porque no se me ocurre qué más puedo hacer.
Quizás convenga pensar entonces que ser políticamente incorrecto no es algo que podamos definir a priori, sino más bien algo que acontece ex post, en la medida que establece un nuevo parámetro no pensado previamente. De este modo, cuando alguien se considera a sí mismo políticamente incorrecto, estaría dando cuenta de su propia incorporación discursiva al relato hegemónico en la medida que ya se ha logrado neutralizar el veneno tras la lanceta de aquella oposición política. Es decir, su aparente incorrección ya ha sido medida y pensada antes de que el hablante pueda decir algo.
8. La puesta en escena contrahegemónica
La hegemonía capitalista, es decir, los modos en que se articula el poder y sus distintos discursos, lenguajes, modos de producción, etc., no es algo posible de romper, y mucho menos, de hacer desaparecer. Por el contrario, es algo que se amplía en su sentido. De ahí su capacidad de fagocitar e incorporar discursos y estéticas que han desafiado su sentido. Recuerdo un filósofo que afirmaba que el capitalismo tiene síndrome de Diógenes, acumula todo porque cree que en algún minuto le podrá servir.
Pensemos qué fue del movimiento hippie o el punk, pero también qué logran disputar los colectivos y sujetos que aseguran hacer un trabajo fuera de la cultura mainstream. El asunto entonces es repensar la eficacia de una aparente radicalidad que no solo no logra oponerse a la hegemonía dominante, sino que simplemente opera en el sentido opuesto al propuesto: amplía el imaginario del poder. “Nada más capitalista que declararse anticapitalista” afirmaba Mark Fisher.
La paradoja del discurso ultrón es esa: funciona desde la pura exclusión. Que no es esto, que no es esto otro, todo sin articular demasiado sentido. Como una mera oposición basada en negaciones, su rendimiento crítico es tan exiguo que no alcanza a antagonizar nada antes de desaparecer víctima de su propia debilidad discursiva. El punto entonces quizás sea saber esperar el momento correcto y la circunstancia adecuada para asestar un golpe. No es mucho, pero es más que pretender quemar la pradera.
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Imagen: Tom serio mirándote.