La Victoria: memoria pasmada
Fuimos a ver “La Victoria” escrita por Gerardo Oettinger y dirigida por la compañía Teatro Síntoma, que ya se presentó en la segunda versión del Festival Escena Obrera y tendrá funciones hasta el 8 de mayo en la Universidad Mayor.
Intentar definir la identidad de aquel otro que padece la opresión y la exclusión, evidenciando con ello la lógica de una sistema precarizante y desigual, ha sido una potente voluntad del arte que ha dado lugar a una prolífica corriente estético-creativa dentro del teatro chileno cuyo nacimiento podría fecharse a principios del siglo XX con el surgimiento del Teatro Obrero de Luis Emilio Recabarren, o un poco más tarde, con lo que hoy llamamos Teatro Social, de quien Antonio Acevedo Hernández es considerado su precursor.
Pero casi un siglo después, una de las principales dudas es si dicha tradición estética logra cumplir su función original toda vez que, aunque la opresión se siente igual, no opera del mismo modo, lo que implica no solo repensar al excluido y los términos de esa exclusión, sino también la forma en que ello aparece en el teatro.
Quien tuvo claro esto fue Heiner Müller, por eso, cuando se le cuestionó la ausencia de aquella mística del teatro popular en su obra, la respuesta fue tajante: “el pueblo que constituiría este teatro ya no existe». La declaración la hizo en la década de los ochenta, misma época en que Teatro Síntoma sitúa La Victoria, su más reciente estreno que continúa el trabajo que ya vimos en Bello Futuro y que es posible emparentar el llamado teatro político o social.
En la ficción, vemos la historia de un grupo de mujeres, quienes motivadas por una religiosa extranjera se organizan en dictadura -plena crisis neoliberal del 82’- alrededor de ollas comunes para alimentar a sus familias abandonadas por los organismos estatales, comunales y vecinales. Todo se pone cuesta arriba luego de que carabineros irrumpiera en la iglesia donde se encontraba la improvisada cocina, rompiera el mobiliario del lugar y se robara los fondos de metal para cocinar, obligando reorganizar las labores de las cocineras con lo poco y nada que tienen a mano.
La simultaneidad cronológica entre la declaración de Müller y la ficción de La Victoria debe ser, probablemente, lo único en común. Luego, es evidente la distancia entre ambas propuestas artísticas: mientras La Victoria reafirma hoy la vigencia de una tradición estética de la que se puede considerar heredera, el dramaturgo alemán marcó treinta años atrás una distancia con su propia tradición.
Ahora bien, que haya dos miradas aparentemente opuestas sobre un mismo fenómeno, sucede todo el tiempo. Sin embargo, si atendemos a la tesis de Müller, se abren complejas preguntas para La Victoria: ¿a quienes podría hacer aparecer hoy? ¿cómo haría aparecer a ese pueblo que falta?
Todo el rendimiento crítico de la obra dependería de su capacidad de poder contestar estas preguntas pues son las que ponen en acto el ejercicio testimonial y de rescate de una memoria histórica que la obra se propone hacer. Y acá el punto de inflexión: dicho ejercicio de memoria opera como una especie recuerdo insustancial, como una fotografía instantánea que captura la imagen, pero no las relaciones de esa imagen, ni el problema detrás.
Quizás ello suceda por dos motivos: primero, porque es el texto el que debe cargar con el peso crítico y la responsabilidad de describir los sucesos, exhibir el universo político, cuestionar las lógicas del poder, etc. Y aunque es visible en la dramaturgia cierta operación dialéctica que enfrenta a aquellas mujeres con el poder, y luego, las confronta entre ellas, el juego de oposiciones no adquiere una profundidad crítica que permita poner en tensión el relato histórico, es decir, que esboce una pregunta para y por nuestro presente respecto a nuestro pasado (y no solo sobre nuestro pasado), pues éste es, antes que nada, una imagen mitificada.
Así, la puesta en escena, desligada de tales responsabilidades, se interesa en exceso por volver épico el devenir trágico de aquellas mujeres. Lo épico aquí funciona como una estética de la desazón; cumple una función regresiva que carga de solemnidad y recogimiento un ejercicio de memoria que debía exhibir el horror de la dictadura, el horror de morir de hambre, el horror de vivir con miedo. Y sin anclajes críticos lo que vemos es la escenificación de una identidad política/social/cultural con evidentes grados de impostación, dramatismo y emocionalidad.
El ejercicio de memoria en La Victoria opera antes como un repliegue, que como rescate. La diferencia es significativa y define horizontes políticos. Mientras el rescate implica tomar la ofensiva, el repliegue apuesta por lo defensivo. Si el futuro del presente se disputa no en el ataque ni en la defensa, sino conjugando estas dos fases en una estrategia político/artística, el resultado es que la forma en cómo aparece ese otro en el teatro es lo que se ha de repensar una y otra vez. Quizás este haya sido el punto final de Müller.
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Ficha Artística
Dirección: Teatro Síntoma
Dramaturgia: Gerardo Oettinger
Elenco: Catalina Cornejo, Lucía Díaz, Lea Lizama, Daniela Pino, Catalina Torres, Ana Burgos y Andrea Ahumada
Diseño integral: Josefina Cifuentes y Natalia Morales.
Composición musical: Cristián Mancilla y Giancarlo Valdevenito
Diseño Gráfico: Eric Baeza/ Serigrafía Instantánea
Producción: Francisca Ruiz/ De La Hormiga Producciones
¿Cuándo?
Funciones
Hasta el 8 de mayo / 2016
vi – do 19:30 h
Lugar
Teatro Universidad Mayor