Delirio: las coordenadas de la desorientación
Fuimos a ver Delirio, un drama que logra sintomatizar ciertos aspectos claves en el fracaso de las relaciones modernas: Facebook, incertidumbre y capitalismo.
Aprender a vivir en una época incierta, asumir la finitud ya no solo de la existencia sino de toda posibilidad de comprender lo Real, es el discurso que hemos debido saber digerir con especial énfasis estas últimas dos décadas: “que le vamos a hacer si así es la cosa”, “mañana hay que salir a trabajar igual no más”.
Este discurso de la coerción, silenciosamente dosificado en forma de sentido común, ha sido el responsable de que hoy ante la falta de coordenadas para situarnos en el mundo, podamos simplemente asumir con normalidad los nuevos tiempos (que ya no son tan nuevos) donde el único sentido del mundo es aprender a vivir en el sin sentido. Justamente, es en esta fisura donde se instala Delirio obra del dramaturgo Falk Richter, dirigida en Chile por Heidrun María Breier.
La obra es durante su primer cuarto un tibio relato encaminado a hacer hablar a los protagonistas de una decepción amorosa: una pareja heterosexual que no logra sostener su relación amorosa, en buena medida por la imposibilidad de comunicar certidumbre respecto de lo que buscan en su vida para ellos mismos. Sin embargo, poco a poco la obra va filtrando imágenes insospechadas del origen de la tragedia amorosa: “el capitalismo se está hundiendo y yo con él”.
Quien habla es el personaje interpretado con lucidez por Néstor Cantillana, que sintomatiza el vértigo de un tiempo que se diluye entre sus dedos: a pesar de ser un perfecto profesional lleno de comodidades, no tiene certezas de si su profesión sirve de algo y vive atiborrado de dudas respecto de la posibilidad de un futuro (ni siquiera tan lejano) con su pareja. la mujer por su parte, interpretada también con audacia por Macarena Teke, aparenta tener certezas, aunque mal que mal son las respuestas infantiles de quien ha decidido ignorar la realidad y repetir los clichés más horrorosos de la vida en pareja, todo como forma de subsistencia, pues para ella solo bastaría con “mirarse a los ojos” para entenderse.
El absurdo (un clásico de las relaciones amorosas) los conduce a ambos a una terapia de pareja con un delirante sicólogo (interpretado por Gonzalo Muñoz Lerner) que es irónicamente comparado con un trader: algo así como un operador bursátil que obtiene ganancias “incluso cuando las acciones van en baja”, y que los atenderá personalizadamente “siempre y cuando tengan su seguro complementario al día”.
Hasta aquí es posible detectar como Delirio trabaja en al menos dos intensidades, una más intimista y densa y otra más enunciativa e imprevisible. Si bien ambos tonos se cruzan tal como sucede en la propia realidad, se logra generar una suerte de contraste que permite al público yuxtaponer los “problemas de pareja” -del individuo- con los “problemas del mundo” -la comunidad-.
Centrar la discusión en este nudo es el gran acierto de la obra, pues pone en acto un debate absolutamente actual: el orden político neoliberal asegura que la vida misma ha de comprenderse, resolverse y vivirse desde la individualidad (la archiconocida ley del más fuerte). Por ello, por ejemplo, el énfasis del propio Estado en defender la acumulación de riqueza (propiedad privada) y no la educación gratuita y universal.
Entonces Delirio parece preguntarnos ¿cómo un sujeto que vive desorientado respecto de su propio futuro podría ser capaz de comprender el nuevo mundo hiperconectado que se aparece frente a sus ojos?
Y la hiperconectividad a internet es otro de los grandes temas de la obra. El Hombre padece el uso de Facebook, desde donde se supone que se relaciona con el mundo, pero al hablarle a todos, en realidad no le habla a nadie. Lo que queda como imagen es un simple pero efectivo cliché: frente a un piano y un trago, él da cuenta de su más absoluta soledad.
El debate parece aclararse: es imposible dar respuestas individuales a problemas globales.
Ahora bien, la mirada crítica de la obra sobre el uso de la tecnología, o el interés por responsabilizar a Mark Zuckerberg (nuevamente a un solo individuo), nunca marcan una distancia de cierta visión conservadora, esa misma que se asustó con el telégrafo, y que hoy cree que el mundo está llegando a su fin porque todos miran sus teléfonos celulares en el metro. Por otra parte, vale tener siempre presente que este tipo de sujeto hiperconectado, representa solo una porción de la realidad global que se corresponde con una visión occidental primermundista que nada tiene que ver con esos 4.300 millones de personas -la mayoría- que no tiene acceso a internet o los más de mil millones de personas que nunca se han sentado en un wáter.
Con todo, Delirio logra sostener una mirada aguda de la realidad que decide hacerse cargo, haciéndonos ingresar después de la mitad de la obra a otro tiempo y otra dimensión: es la imagen de tres participantes encapuchados en lo que fueron las revueltas ciudadanas en Hamburgo en contra del sistema capitalista; un cuadro armado al ritmo del desmán y la desobediencia civil, donde vuelan las esperanzas de cambio junto al papeleo de oficina.
Y sin embargo, la revuelta es, paradójicamente, de papel. Los ciudadanos solo buscan que la crisis se vaya a otro lugar. Es por esto que hacia el final de la obra, cuando los tres miembros se ven enfrentados a la necesidad del uso de la violencia para sostener la ocupación, todo parece quebrarse: “este sistema no se dejará sustituir en paz y puede que haya muchos muertos”. Lo único que queda en escena es la duda… y el silencio.[/vc_column_text][/vc_row]
Ficha artística
Dirección: Heidrun Maria Breier
Elenco: Macarena Teke, Gonzalo Muñoz Lerner y Néstor Cantillana
Dramaturgia: Falk Richter
Asesoría Musical: Pablo Aranda
Traducción del alemán al castellano: Margit Schmohl