El Agente Topo: Maite Alberdi, copista
Desde México escribe para Hiedra J.J. Flores abordando «El Agente Topo» de Maite Alberdi desde el concepto de la copia, arte y representación.
JJ Flores Hernández
psicoanalista, crítico de cine y docente
Pensado como emulación, el arte de copiar revuelca la realidad. Es un movimiento sutil empero inaugural: reproducir libros abre una vía para la invención. Mientras más idéntico, más original. La condena por la mímesis atraviesa no sólo la pintura sino también las letras. No sin ironía, el copismo inventa otra realidad.
Copia original, qué bello oxímoron, se le nombra al arte del amanuense o copista. La luz negra (2018), apresurada segunda novela de María Gainza, sostiene la tesis sobre el arte de la falsificación para mostrar cómo, a su vez, el mundo del arte valora y capitaliza la certificación de una firma por encima de la experiencia estética. En tanto haya un nombre lo demás sobra.
Abbas Kiarostami explora la misma premisa sobre el valor del arte en Copia fiel (2010) a través de dos personajes. En ella la recién inaugurada pareja descubre lo bello de la vida porque es cíclica y vuelve a un mismo lugar en donde, con suerte, se puede disfrutar mejor. La vida es una copia, el éxito, si existe, es que esa vida sea conforme a lo que deseamos. Desear y querer, parafraseando a José José, no es igual.
Es en la coyuntura que abre la añeja demanda de realismo de todo arte y la negación sobre la realidad donde El agente topo (2020) de Maite Alberdi puede inscribirse. Definido por ella misma como un documental de detectives, Alberdi copia de la ficción la figura del investigador privado para insertarla en la realidad y con ello no sólo sacudir, de nuevo, los preceptos del documental si no que los articula en un acto de denuncia e ironía, lleno de humor y sentimiento.
Sergio, viudo octogenario, acude a una agencia de detectives privados, liderada por Rómulo, vía un anuncio en el periódico. En la secuencia inicial, el tono film noir se filtra por las persianas a través de la luz. Una oficina, una silueta de un hombre, una sombra que surca un póster en la pared, un escritorio, papeles, fotografías. Si bien todo es real pareciera una ficción: ¿en dónde comienza y termina la realidad?
Tras su recorrido en salas y su encuentro con las audiencias una de las protagonistas de La Once (2014), uno de los trabajos previos más difundidos de Alberdi y una obra entrañabilísima, salía contrariada de cada proyección. Emoción, pero también frustración porque la gente la felicitaba por haberse aprendido tan bien los parlamentos. Aquí lo significativo. La mujer debía reclamar su verismo: soy yo, no me aprendí nada, esa es mi vida.
La Once, también documental, inspiraba en las audiencias una duda sobre lo que la realidad es como si la belleza o las pérdidas sólo significarán, en pantalla, cuando están en clave de ficción. O peor, que un documental es sólo un símil del archivo o de la nota periodística. La invención, en ese sentido, estaría sólo reservada para la ficción. Lo injusto, y por eso cual copista Alberdi replica, que es que los detectives sean sólo terreno de lo ficticio. Robar un poco de la ficción para ensanchar la realidad. Copiar pero también reinventar.
En el periódico que Sergio lee se busca un adulto mayor de entre 80 y 90 años para ocupar el puesto de “topo” o investigador encubierto. El primer filtro es el de la edad, el segundo, más complejo, el tecnológico. El encanto de la primera escena se extiende para mostrar el candor y la ingenuidad de los hombres mayores que acuden a por el trabajo. Mienten o confiesan, se alarman, pero todos se sorprenden porque en este mundo, cual título de Cormac McCarthy, no hay lugar para viejos.
El documental es un ejercicio de paciencia, afirma Alberdi, el tiempo regala la historia. Ella, es también su tesis creativa, sólo copia filmando el presente. Ella ha nombrado a este ejercicio programar el azar. Mauricio, el salvavidas, protagonista de su homónimo debut en largometraje (El salvavidas, 2011), tiene miedo al agua. Ahí de nuevo la ironía del copismo: Mauricio vive de surcar las aguas sin navegar en ellas.
Sergio, el topo, tiene la encomienda de ingresar al asilo “El Monte” y ser ojos y oídos para dar fe sobre el trato y la vida ahí dentro de Sonia Pérez, también renombrada “El Blanco”. Dentro del asilo, Alberdi filma como si no conociera a Sergio y que él como los y las demás ancianas son parte de otro documental. La antesala ya está en Yo no soy de aquí (2016), cortometraje documental de Alberdi codirigido con Giedrė Žickytė.
En ambos muestra, entre otras cosas, cómo las residencias para la tercera edad emulan prisiones. Confinadas las senectudes, yacen sin un puente entre el mundo de afuera y sus familias, las otras personas y la sociedad. La sospecha del maltrato a Sonia en El agente topo es la evidencia de ese abismo y de esa distancia. Al tiempo que focaliza un abuso también subraya un olvido. El abuso que toda institución puede ejercer, el olvido en el que se tiene a la tercera edad. La denuncia no está ligada exclusivamente al drama, a veces es también telenovela.
Sergio investiga y reporta ayudado con altas tecnologías como un bolígrafo con cámara o unas gafas con la posibilidad de filmar. Las secuencias que Alberdi, de la mano de Pablo Valdés, su cinefotógrafo de cabecera, monta para los reportes que envía en mensaje de voz que el mismo Sergio lee de su diario son divinas: un haz de luz, un espectro que vaga, su voz que lo nombra todo a detalle. Sergio copia lo mejor de la práctica encubierta.
Sergio vive el asilo. Y en ese vivir ahí, nos presenta a la señora Petronila que es una poeta en voz alta. A Marta, que es una ladrona. A otra señora que conocemos por sus intentos furtivos de escape o, incluso, a una señora que se quiere casar y a la que Sergio le explica que él no quiere, que ya tuvo una esposa, que así está bien. Los lazos del detective rebasan su investidura. La muerte de una de ellas rasga todo.
Hay dos temas transversales en el documental. Las ganas que la gente mayor tiene por sentirse útil y la soledad en la que viven. En Chile, comenta Alberdi, las tasas más altas de suicidio son en personas mayores de 80 años. Sergio no mira nada más, se adentra, convive, establece lazos y los reportes de la investigación se convierten poco a poco también en una demanda de obsequios o cuidados para otras personas que viven en el asilo.
Sergio conoce y se deja conocer; Alberdi filma esos escarceos, y es ahí donde como detective fracasa. Copia pero se rebela. Sergio, detective, es la antítesis de Sam Spade (ese Humphrey Bogart inmortal). Spade, pese a todo, no sucumbe al encanto por la seductora mujer, resuelve el caso, pone fin a una investigación. Sergio, por el contrario, dimite porque ama. Porque nota que el problema no está dentro del asilo sino afuera, en el olvido de las familias, en la indiferencia de las sociedades. Su compromiso está donde comienzan sus afectos.
Distinto a la tesis primera de todo detective, cuyo título homónimo enmarca una novela de Marta Sanz, un buen detective no se casa jamás Sergio contraviene y renuncia. Ama no a una persona si no la vida: se vuelca también hacia la realidad, esa otra copia.
—
Imagen: «El Agente Topo», Maite Alberdi.