Un muro absurdo
Laura Pfennings escribe en Hiedra para pensar las implicancias del levantamiento del absurdo muro Plaza Dignidad, reflexionando la necesidad de intervenir y sobreponer un signo sobre otro.
Laura Pfennings
Actriz, dramaturga y comunicadora
Existen numerosos privilegios que poseen las esferas de poder. Sin duda, el abuso de estos es lo que constituye parte de las crisis de las democracias modernas en un contexto que tiende a perseguir, ante todo, la idea de que cada individuo posea igualdad tanto en alternativas de representación, como a la libertad de autorrepresentarse. Entonces la representación, en todos sus niveles, es relevante: quién me representa en términos políticos y qué signos me representan en términos culturales.
Cuando se percibe el mal uso de facultades o el “trato especial” sobre ciertos individuos que, desde el esquema democrático, debieran ocupar roles representativos, aparece la reacción. Reacción que se carga de rabia, indignación y, ante todo, la exigencia de una explicación. Pero el poder no da explicaciones, y esa, es sin duda una de sus facultades más solapadas, pero quizás de las más violentas.
Y es que un individuo en una institución que actúa sin rendir cuentas, de base exhibe un estatus determinado. La misma frase “no tener que rendirle cuentas a nadie” está cargada de esa caracterización de quien goza de cierto privilegio cargado impunidad. Sucede un fenómeno cuando estos individuos/instituciones a los que me refiero, son en cuestión el Estado y su gobierno y las acciones que ejecuta son de interés público. En el último tiempo hemos presenciado cómo se evade la explicación de toda acción contingente, dejando un halo de elucubraciones inocentes, expectantes, que dan por resultado confusión y un debate muerto, que parece ser que está ahí para distraer la atención de otra cosa.
A este fenómeno lo llamaremos absurdo. El absurdo aparece cuando se toma una acción de proporciones o condiciones notables, a menudo con una carga violenta, y por la cual no se ofrece un motivo cerrado, generando dos resultados principales: indignación y estupefacción. Una de las acciones que mejor grafica el absurdo al que me refiero es la instalación del muro alrededor de la ex estatua Baquedano, acción que por su carácter absurdo tiende a secuestrar el debate público por un periodo de tiempo mucho mayor al que merece. Y es que hay algunos elementos que nos mantienen hablando de esto y no nos dejan abandonarlo (otra facultad del absurdo).
El primer elemento es que el muro en cuestión persiste, no se va, seguimos viéndolo día a día, y la insistencia de esta instalación viene a destacar un escenario de autoritarismo radical, a la que se le suma presencia policial armada y activa, dispuesta a disolver cualquier intento por hacer uso de ese perímetro de espacio público. Entonces, lo peor, aunque podríamos especular motivos más o menos razonables de por qué fue instalado este muro, por qué se radicaliza la ocupación policial, el fenómeno es absurdo: no hay una explicación concreta, no hay un por qué.
Así, ante esto aparecen reacciones indignadas, tan variadas como cada subjetividad. Las primeras reacciones que vi fueron casi fúnebres: militares lamentando una derrota e insistiendo en la figura de un héroe de guerra en un territorio que hace tiempo ha cobrado otro significado mediante su uso. Luego, la indignación ante la lectura de esta acción como una provocación hacia lo que podríamos llamar “voluntad popular”: levantar un muro que delimita un espacio urbano, seguido del copamiento policial, ha producido la necesidad de disputar el signo mediante una reacción irónica, instalando la necesidad de intervenir y sobreponer un signo sobre otro con el fin de revertirlo.
Y es que la misma viralización de la imagen constituye un fenómeno en sí mismo, la imagen intervenida, photoshopeada, reproducida mil veces en la red, da cuenta de que es un signo que persiste no sólo en su dimensión física sino que toma parte en el espacio de debate virtual, dando pie a las tergiversaciones propias de las plataformas virtuales que combaten lo indignante con parodia, con ridículo, con humor, con performatividad de imaginarios, buscando una forma de representarse a través de esta persistencia, manifestada en el copy paste y la modificación.
A partir de estas reacciones aparecen otras lecturas que circundan igualmente el fenómeno de lo absurdo, pero ofreciendo una lectura estética más abierta. Primero, me recuerda la situación instalada en la película The Square de Ruben Östlund, en la cual un cuadrado es instalado en el espacio público posterior a derribar un monumento, todo en el contexto de una muestra artística de cierto museo que se autoproclama un espacio de arte contemporáneo. Allí emergen discusiones sobre la inutilidad, la incomprensión, y el sinsentido propios de las caricaturas del arte contemporáneo, lo que detona una sensación de ineptitud que muchas veces lleva a ejercer resistencia por medio de recursos hipócritas. El resultado es darle valor -irreflexivamente- a algo debido a su contexto, sin reparar necesariamente en cuáles son los signos que operan en torno.
Si bien en este ejemplo estamos hablando de una clara intención artística mientras que lo sucedido con Baquedano es una disputa territorial de carácter político, ambas situaciones comparten similitudes que les permiten dialogar. En ambos casos hablamos de la acción de delimitar un espacio en el que antes hubo un objeto simbólico con un significado medianamente cerrado -en la medida que es bastante claro a lo que alude un monumento-. El monumento no deja de estar sencillamente. Su ausencia provoca las ganas de rellenar, dar paso a la presencia de una ausencia.
Al aparecer esta ausencia de forma destacada, cobran relevancia todos los pormenores y detalles que podrían atribuirle cierta significación a ese vacío: ¿Quién instaló ese cuadrado? ¿Cuál es su materialidad, sus dimensiones? ¿Qué acontecimientos le anteceden? ¿Cómo dialoga con su entorno? Todo para responder, ¿qué quiere decir esta acción? Aparecen las subjetividades de quienes interpretan porque, ante la confusión, ese vacío se llena con la propia experiencia personal, una vez más buscando esa tan ansiada representación.
Claro, hay ciertas cuestiones más o menos establecidas, es una acción que denota autoridad en la medida que es instalada por una institución gubernamental y es custodiada por un contingente de fuerza policial de carácter autoritario que cierra -bloquea- el acceso a una plaza pública. Pero esa ausencia permanece, insiste, y quiere proyectar una visión de lo que será en la medida que establece una disputa sígnica (¿qué representa?).
En segundo lugar pienso en la obra Arte de Yasmina Reza, en la que se plantea el siguiente escenario: un grupo de amigos que mantiene tertulias con cierta regularidad, ve tensionada su relación luego de que uno de ellos adquiriese en una galería de arte de renombre -y a un precio bastante elevado-, un cuadro completamente blanco. Esto da lugar a diversas divagaciones en torno a la función de una pieza artística observada desde ángulos tan particulares como las propias subjetividades que se relacionan con la pieza en cuestión. El diálogo se pasea desde una mirada historicista del arte, pasando por valoraciones estéticas, hasta líos personales que afloraron casi por pretexto en una discusión sobre los símbolos presentes en una obra de arte. En este caso el gesto artístico y el político se topan, ambos ofrecen un vacío que provoca y/o indigna, pues existe un efecto de alteración ante un gesto que no se explica. Los significados abiertos alteran y dan paso a espirales de interpretación ante la ausencia del objeto de discusión y las razones de su desaparición. Aparecen disputas soterradas.
En Arte, la pintura es un pretexto para ofrecer visiones más profundas sobre cómo estos amigos se ven entre sí, caracterizándose entre ellos de acuerdo a las visiones que cada uno va ofreciendo sobre la obra y sacando a relucir tanto las verdaderas valoraciones que tienen sobre ellos como personas. Algo similar pasa con el muro de Baquedano que es comparable con un cuadro blanco pues ofrece un vacío de lectura, pero posee una manifestación violenta y absurda. Es, en suma, un acto político autoritario.
Estos escenarios asociados sugieren una idea sobre lo absurdo, una acción a la que le falta cerrar significado. Hay acciones que rayan en lo absurdo y hay gestos que hacen del absurdo una herramienta. Insisto en que la potestad de lo absurdo recae en ciertas esferas que ostentan poder y representación, porque sólo de esa manera una acción absurda toma la relevancia suficiente para ser notada, discutida y reinterpretada una infinidad de veces.
Para que el absurdo suceda -dialogue con subjetividades- debe ser presentado en un plinto, en un escenario, frente a un micrófono, una cámara, o sobre una tribuna. Se instala a partir de una palestra previamente conquistada, es por ello que el absurdo en la esfera pública proviene de instituciones, representantes, personalidades públicas, de todos aquellos espacios desde los cuales esperamos cierta oficialidad, cierto sentido, conducción o coherencia en sus acciones.
El absurdo aparece cuando las acciones cobran una dimensión performativa y es un recurso muy útil en estos casos pues tiene la capacidad de distraer, de confundir, de encerrar en laberintos de elucubraciones, y posibles interpretaciones en el intento de darle sentido a algo que rehúye de toda explicación. Muchos son los casos en los que resulta irrelevante siquiera encontrar una explicación o es más simple de lo que creemos.
Exigimos explicaciones porque exigimos ser representados, y esa representación sólo se vuelve posible cuando huye de lo absurdo, democratizándose al ofrecer un lineamiento claro, al igual que exigimos que el espacio urbano se democratice para sentirnos representados por sus signos. Y ahí radica el conflicto del asunto, porque este muro es la demostración de esa disputa por el sentido.
—
Imagen: extracto The Square (2017), Ruben Östlund.