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La luna: fuera de órbita

Sebastián Pérez fue a ver «La luna» y esto es lo que dijo sobre la obra.

Hace tiempo que no se veía tantos montajes que exploraran el vínculo entre ciencia y teatro como sucedió en el 2015. Sea por las condiciones de producción del medio o simplemente por falta de interés, dicho vínculo no ha sido mayormente desarrollado en el teatro. Por eso fue una sorpresa que tuvieran lugar media docena de montajes que, con mayor o menor éxito, vincularan ciencia (Algernón), astronomía (Liceo de niñas), física cuántica (Constelaciones) y artes escénicas.

La luna, última entrega del colectivo penquista Teatro la Concepción, que se presenta en Matucana 100 en el contexto de la versión 2016 del Festival Santiago a Mil, por más que parezca formar parte de ese grupo de obras, resulta ser un intento fallido. A partir de la ficción con un catastrófico evento cósmico, se busca construir una realidad distópica centrada en el año 2026. Justo después del frustrado esfuerzo de la NASA a través de la explosión de bombas nucleares, que busca cambiar la órbita de la luna para evitar su progresivo alejamiento de la Tierra, el satélite no solo ya no se aleja, sino que además está en rumbo de colisión directa con el planeta.

Estos antecedentes, presentes en la reseña, han de ser lo más preciso, conciso e interesante de La luna. Todo el problema parte por la dramaturgia elaborada por el colectivo, donde dos hermanos náufragos en un barco, un hombre dispuesto a hacer irrelevantes confesiones antes de morir y un decadente paraíso que los aguarda, son parte de un confuso e inconexo relato que olvida algo fundamental: incluso en su fragmentación ha de existir un punto de vista narrativo. El resultado de su ausencia es el continuo naufragio discursivo de La luna en situaciones carentes de propósito que no logran transmitir nada sustancial, pues sus propios personajes –unidimensionales y sin densidad significante– son incapaces de comunicar un estado afectivo que conmueva y/o elabore una reflexión trascendente.

Y efectivamente, mientras más avanza la acción, más notorio se hace que la intrascendencia es una característica global de la dramaturgia y de la puesta. Por ello no es de extrañar que, a los interminables diálogos y/o monólogos de los personajes, le sigan esas breves escenas cargadas de un grueso y torpe cuestionamiento político. Esta torpeza es incapaz de establecer algún tipo de contrapunto crítico en aquella pueril parodia de una cadena nacional o en el discurso de cierre de la Teletón hecho por la versión postnuclear de Don Francisco, confirmando con ello el completo extravío dramático, estético e ideológico de La luna.

¿Hubo dirección? la desconcertante aparición de ingenuos errores de coherencia y diseño (como el intento por trucar polvo con talco con olor), parecen afirmar que no: lo que vemos es una puesta en escena deslavada, cuya pretendida exploración en la ciencia ficción es en sí la verdadera ficción, pues se trata antes que nada, de un culto al feísmo, la desprolijidad y la obviedad donde lo ausente es un tono y un ritmo actoral que sean capaces de sostener –o al menos salvar de algún modo– la ficción.

La luna es una puesta en escena estructuralmente frágil, discursivamente obvia y estéticamente insustancial, cuya deficiente ejecución da como resultado una propuesta que hace agua en todos sus frentes. Llama la atención que, en la raya para la suma, y ni siquiera tras múltiples concesiones hechas por el espectador para entrar en la ficción, podamos entender sus intenciones. Toda vez que se ha evitado el paternalismo en la discusión sobre la descentralización de la cultura, lo que queda en duda es el criterio, específicamente el del festival, ¿quién puso en órbita esta obra?