Concertación, crisis y cultura: ¿Y ahora qué?
Tal vez el mayor desafío del programa de cultura del derrotado candidato Guiller hubiese sido el hacer convivir dos almas opuestas. ¿Cómo hacer que el Estado logre avanzar en alianzas público-privadas que potencien las llamadas economías creativas, con toda su retórica añadida sobre la innovación y el emprendimiento, y al mismo tiempo, proponer medidas efectivas para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores de la cultura?
Y es que esto pretendía hacer el candidato al juntar en un mismo programa una propuesta de fortalecimiento de las industrias creativas a partir de una «alianza público-privada con Fundaciones y Corporaciones expertas en Industria Creativa, los Centros Regionales de Emprendimiento y Fomento a la Industria Creativa que contarán con presupuesto basal para su funcionamiento”, y un item de seguridad social para trabajadores de la cultura donde afirmó se preocuparían de apoyar «a los trabajadores de la cultura, buscando mejorar la cobertura de salud, previsión y seguridad laboral”.
El desafío no era imposible, pero si enorme. Las dinámicas del emprendimiento, vengan de donde vengan, han tenido siempre como telón de fondo la precarización de la calidad del trabajo a partir de la mentada flexibilidad laboral, la incertidumbre del proyecto y la completa absorción del riesgo por parte del «emprendedor». Por lo pronto, no hay ninguna experiencia y/o antecedente que permita suponer que esta vez las cosas serían distintas, es decir, que verdaderamente mejorará la calidad del trabajo en un sector productivo que, además, es de los más precarios.
A mi juicio, la preocupación de Guiller por los derechos laborales de las y los trabajadores del arte y la cultura era menos una intención real y más un modo de captar votos en el sector. Lo pienso porque esta preocupación nació luego de la primera vuelta, no antes. Entonces se sumaron ideas articuladas previamente por la candidata Beatriz Sánchez, quien a su vez tomó las preocupaciones expresadas por diferentes movimientos y organizaciones de la sociedad civil.
Pues bien, la épica progresista que se intentó darle a la candidatura del senador no fue suficiente, Guiller perdió y tal parece que el discurso progre neoliberal -de la que el senador fue el último y quizás más pobre exponente-, está en crisis. Sin embargo, que esté en crisis no significa que esté muerto, menos en cultura donde ha sido esta narrativa la que ha logrado por décadas articular simbólicamente la idea de progreso social y crecimiento económico, siendo utilizada incluso por el presidente electo durante su primer gobierno.
En este sentido, está por verse si la tesis de la teórica feminista Nancy Fraser sobre el fin del “neoliberalismo progresista” en EEUU, aplica a la realidad chilena, particularmente a este sector. En ese caso, será interesante ver qué y cómo articula algo el futuro gobierno de Piñera. Conocemos de sobra las carencias discursivas de la derecha en esta materia, como también sabemos de la pobreza de sus referentes, entre los que se cuentan buenos gestores (lástima que en cultura no baste con gestionar), escritores mediocres, antropólogos conversos y uno que otro artista visual oportunista.
Si no quiere sumar oposiciones, Piñera deberá encontrar el modo de construir una nueva narrativa que exceda la idea de la cultura como un bien de consumo, como un mercado donde transar retóricas sobre la innovación, la creatividad, el desarrollo y el crecimiento.
Por su parte, el mundo de la cultura, cuya sensibilidad nunca ha estado hacia la derecha, tendrá el desafío de lograr construir una oposición lúcida. En este sentido, lo primero que habría que hacer es dejar de repetir el manido discurso de la mercantilización del acto creativo -parte de la retórica vinagre del programa de cultura de Guiller-. Acusar al mercado de los males contemporáneos en un sector productivo tan precario, que apenas cuenta con una o dos instituciones capaces de abrirse a circuitos internacionales, donde el aporte privado es escaso y teledirigido, es gastar municiones en vano.
Esto da para otra columna, pero a modo de premisa: en Chile, quien ha administrado y articulado material y simbólicamente mercado y sociedad, no ha sido ni la variante comercial del arte ni el sector privado. Ha sido el propio Estado. El Estado da y quita, ayuda y precariza. Cuando acusamos al «arte de mercado», deberíamos estar acusando al propio Estado y su rol en dicha articulación entre mercado y sociedad. Esa historia nos falta contar.