Educación cinematográfica: la película de las redes sociales
Sofía Pradel escribe en Hiedra para preguntarse por el carácter representacional de las redes sociales, a partir de nociones cinematográficas.
Sofía Pradel Moncada
Licenciada en Literatura mención guion UFT
e investigadora en cine y literatura
Hace algún tiempo, mientras preparaba un pequeño taller de escritura de guiones, me topé con un antiguo estudio sobre el cine de Stanley Kubrick. Después de leerlo y reescribirlo un par de veces, reparé en un término que no había leído antes en ningún material pedagógico, ni de guiones, ni de historia del cine: la estética de la alfombra persa. El término refería a la relación metafórica de “esconder el desastre bajo la alfombra”, algo que, en efecto, Kubrick hacía muchísimo en sus películas. El trabajo estético del director no es más que un recurso para evidenciar las carencias que tenían sus personajes, las que, al ser contrastadas con los espacios bellos, armónicos y costosos en que se desenvolvían, resultaban especialmente notorias.
La relación entre lo que se ve a simple vista y lo que se quiere decir, es materia de estudio en toda manifestación artística/cultural. De hecho, toda obra cinematográfica está sujeta a esta lógica. La realización de las producciones y su consumo dependen de la coherencia y la novedad con que la pieza tecnológica/estética aborda su historia basal, es decir, su trama. Si calamos aún más a fondo, es también parecida a la naturaleza del guion, de modo que el argumento con que nos encontramos no es más que la proyección de un segundo reto discursivo, lo que a los guionistas nos enseñan como premisa, creada a partir de la necesidad dramática de la historia, o sea, la problemática implícita en lo que se nos cuenta. A partir de esto, todo lo que aparezca en una determinada historia continúa incorporándose como una materialidad, cómo los personajes se ven y lo que les pasa, son elecciones estudiadas para representar algo que no es evidente.
Lo cierto, es que varios de estos puntos resuenan de forma similar a la naturaleza de los medios de comunicación, incluyendo así, a las redes sociales. Hemos estado por años relacionándonos con construcciones visuales y discursivas de cientos de personas en línea, concepto que corrobora se trata de una conexión directa con nuestro entorno, así, tal cual, redes sociales. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol, si consideramos que la mayoría de nuestras decisiones fuera del ámbito virtual, desde cómo vestimos hasta cómo nos desenvolvemos en sociedad, son elecciones en pos de una propiocepción.
El nuevo tipo de conectividad que nos da el término en línea, y la -a veces agobiante- aceleración con que se da este proceso, es quizá una de las pocas novedades a la que podemos echar mano en materias sociotecnológicas. Quizá la incapacidad de retroceder sea otra. Porque sí, para mala noticia de los aún adeptos al “todo tiempo pasado fue mejor”, es indudable que hacer una separación entre la virtualidad y la materialidad es, ahora mismo, prácticamente imposible. La paradoja misma del término «redes sociales».
Así como podemos establecer esta relación, también podemos establecer varios puntos comparativos sobre cómo la situación de la alfombra persa está inserta en estos medios. Pero primero, es importante reconocerla como un recurso, como un ingenio cinematográfico particular. Esto, deja abierta la posibilidad de que aceptemos que su presencia pudiese no ser pertinente en manos inexpertas. Y es que, a veces la gestión de algunas personas en las redes se parece más al manejo de mediocres realizaciones de taquilla, que a una película de culto.
En efecto, y si volvemos al cine de Kubrick, podemos decir que la alfombra persa dejaría de ser una herramienta al servicio de su director si este no puede darse cuenta de que está poniendo una en el set de filmación, o si la está poniendo sin que ésta conceda ningún aporte discursivo – por mero capricho de ostentación, ¿por qué no? -, o si, por ejemplo, su intención sea la de representar la escena de un hogar humilde. La alfombra persa no siempre es pertinente, y a veces, tanto en el cine como en Instagram, la vemos más de lo que nos gustaría.
El concepto de crisis es importante en todo este paralelismo entre cine y redes. En el mundo del cine, sin crisis no hay historia, mientras que, en redes sociales, pareciera ser que las crisis sacan al cineasta interno de cualquiera. En Chile, por ejemplo, pudimos ver un cambio radical en el comportamiento de nuestro historial de búsquedas después del 18 de octubre del 2019, así como en las publicaciones de nuestros contactos, de personajes públicos, de celebridades. Es tal, que, si hablamos comparativamente, podría pensarse que sin crisis pareciera no haber basura que ocultar, o al menos, que no se necesita de inversiones que vayan más allá de nuestra propia capacidad adquisitiva.
Una alfombra made in china basta: una frase motivacional por aquí, algún tip de reciclaje por allá. Sin embargo, cuando la crisis explota y el tamaño de los escombros es abismal, pareciera haber una tendencia inconsciente, quizá motivada por la acción en bloque de nuestros pares, a sacar nuestra alfombra persa, representada en el conocimiento prodigioso, acabado, y panorámico sobre la contingencia. En un efecto similar al que vemos en las películas de Kubrick, tanta sabiduría virtual pareciera sólo recalcar el hecho de que hay una hecatombe real allá afuera.
Pareciera que, en todo orden de cosas, los menos diestros en esto de las construcciones coherentes quedan en evidencia rápidamente, cayendo en extremos de elaborar deducciones parafernálicas, o simplemente efectuar una que otra crítica panfletaria. Ahora bien, con respecto a los más hábiles, ¿quién saca su alfombra persa para alardear y quién no? ¿quién se gasta lo que no tiene para comprarla? Probablemente nunca lo sabremos.
Lo que sí podemos apreciar, es que gracias a este motor -volviendo al asunto cinematográfico-, se consolidan diferentes tipos de personajes y, por consecuencia, diferentes tipos de obras. Pueden terminar a medias o de tiro largo, detallistas, simbólicas, o con la profundidad de un charco; pueden surgir personajes deprimidos o con ganas de quemarlo todo, como menciona Iván Insunza en un acertado texto sobre lo que, quizá él no sabe, no es más que el reconocimiento de un par entre miles de caracteres que se construyen día a día, incluso, a veces, de un momento a otro. Lastimosamente, y mientras la virtualidad siga profundamente anclada al plano de las palabras, la probabilidad de disolución de estos sujetos intangibles será muy alta.
Esta aseveración no va en desmedro del plano virtual que construyen las palabras. La meticulosidad que debe tener un guion, por ejemplo, es fundamental para el éxito de una película. Sin embargo, habrá personajes, y otros elementos, cuyos caracteres no darán la talla para materializarse en el film, aun teniendo una voz dentro del trabajo escrito. Los caracteres que pasan a la gran pantalla lo hacen gracias a su ingeniosa forma de sobrellevar la crisis, a la evolución y el crecimiento que experimentan después de superadas las pruebas impuestas por sus creadores.
El guionista debe preparar previamente su temple, para asegurar a los espectadores que su creación podrá enfrentar la problemática que está destinada a ser. Detrás de esto, cada elección dentro de esta virtualidad es profundamente estudiada, gracias a técnicas que permiten visualizar los mundos posibles, las estrategias discursivas, y el porqué de determinadas estéticas para determinadas situaciones. Ideal sería descubrir un sistema similar para nuestro manejo en redes sociales; ya las primeras generaciones nos tiramos a la piscina, y nos pegamos duro contra el cemento.
Encontramos en estas redes un espacio que, desde el aceleramiento y la puesta en escena, no ha hecho más que potenciar y evidenciar nuestras cualidades como raza humana. En un intento noble por concientizarnos, podemos toparnos con información respecto a cómo el exceso de horas frente a una pantalla genera círculos viciosos de ansiedad, miedo, falsa sensación de rechazo, bullying, desinformación, dependencia de los medios, y una larga lista de etcéteras.
De igual forma, han sido una herramienta significativa e indiscutible para visibilizar otras realidades, denunciar injusticias sociales, estatales, condenar la violencia machista, propagar mensajes de unidad, programar cabildos populares, visualizar nuevas formas de comercio, de relacionarse, y si, otra extensa cantidad de aspectos positivos. Sin embargo, es difícil que encontremos en la virtualidad misma las herramientas de autorregulación y de autopercepción que necesitamos para convertirlo en un espacio más provechoso que destructivo. Aún ahora, con muchos más años de relación con el mundo tecnológico, sería difícil acreditar si es estadísticamente más lo uno que lo otro.
Uno de los primeros pasos para comprender la magnitud de este nuevo medio, y otra gran semejanza que encontramos con la producción cinematográfica, es el reconocimiento del artificio. Cuando nos exponemos públicamente al mundo virtual, así como lo hace una pieza cinematográfica en su estreno, todas las decisiones tomadas para la creación del producto final han pasado por un sinfín de revisiones técnicas, bajo el escudriño de varios especialistas.
La exposición implica que estamos creando(nos) desde la aprobación, a veces inconsciente, de determinados circuitos discursivos, los que, en general, nos rodean. No hay forma de que la construcción sea algo completamente espontáneo (y con esto no quiero decir que todos finjamos en nuestras redes sociales, sino que esta naturaleza es indisociable, aún con la más genuina de las intenciones). Comprender esto es fundamental para una sana y más reflexiva relación con lo que ronda nuestras “recomendaciones” y nuestros feeds.
De no haber sido por una conciencia aún en ascenso sobre cómo nos enfrentamos sociopolíticamente a estos medios, y a un paralelismo con mi propio campo de estudio, es posible que hubiese acabado profundamente confundida, y nerviosa, por los miles de voces tratando de hacerse espacio en este prototipo de guion, muchas veces demasiado cruel. Surge la necesidad de concluir que es, precisamente esta labor educativa, la pieza que ha faltado por largo tiempo respecto a este tema.
Es un deber y un derecho entregar a las nuevas generaciones herramientas para desarrollar una sana relación con estas tecnologías, con una profundidad acorde al impacto que tuvieron en la humanidad. Esto no es ni más ni menos que parte de la educación emocional y la salud mental que Chile necesita poner en la palestra. El no ocuparnos de esta esfera será una acumulación de problemáticas que, en pocos años, ninguna alfombra persa, por costosa o “económicamente estable” que parezca, podrá esconder.
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Imagen: antigua sala de clases con al menos una cuarentena de niños.