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MIS HERMANOS SUEÑAN DESPIERTOS: conectar las heridas de Chile

Rodrigo Canales escribe en Hiedra para revisar algunas claves de lectura de la película Mis hermanos sueñan despiertos dirigida por Claudia Huaiquimilla.

 

Rodrigo Canales
Licenciado en actuación UC
Magister en Comunicación Social U. de Chile
Doctorando en Artes, investigación y producción U. Politécnica de Valencia

 

 

La felicidad es solamente la ausencia del dolor
Arthur Schopenhauer

 

Mis hermanos sueñan despiertos instala a Claudia Huaiquimilla como una directora que consolida su búsqueda, que sostiene una estética compleja y adopta decisiones audaces, en la construcción de una historia que no ofrece concesiones. Su propuesta es inquietante tanto en la mirada larga, como en cada uno de los planos que la constituyen. Desde una perspectiva general, esta película se radica en un borde que se encuentra con la incertidumbre, ingresando en el sistema de relaciones sociales y estéticas a través de la develación de lo ominoso. Lo que vemos en la pantalla, en efecto, es lo aborrecible, es aquello que no queremos ver.

La historia es sencilla y el arco dramático de los personajes es breve: en ambos sentidos, solo vamos caminando al borde del abismo. La película nos presenta como personajes principales a Ángel (Iván Cáceres) y su hermano Franco (César Herrera), internados en un centro del SENAME que no tiene ninguna diferencia con una cárcel. Dentro, el ambiente es hostil y la cámara tiende a moverse constantemente. Pero cuando la cámara se instala desde el afuera, los planos son tranquilos, estables. Vemos esta cárcel en medio de un bosque hermoso, plagados de tonalidades de verdes, donde se hunde este edificio del castigo, última parada de los jóvenes sometidos a la mano dura del Estado. El personaje de La Tía (interpretado por Paly García), única funcionaria que intenta rescatar a los internos de sus pesadillas, lo señala claramente: “La gente cuando mira pacá, ve muro, rejas”; es decir, desde afuera, no es posible ver personas, ya no existen.

Adentro, los personajes se visten con ropas regaladas, usadas, gastadas, de tonos deslavados, que pertenecieron a otros antes que a ellos, lo que dificulta al espectador la individualización de cada uno, pues todos tienden a anular su personalidad en un ejercicio de mera supervivencia. Muchas de las señales que entrega el filme sobre sus personajes, nos llevan a pensar en la aniquilación del espíritu, vemos personas sin alma, sin ánimo. Por tanto viven solo porque no encuentran el paso a la muerte, pero viven sin desearlo. Como señalaba, el arco de los personajes es breve, y no podría ser de otra forma, ya que Huaiquimilla se esfuerza en mostrarnos el final del recorrido, construyendo un relato mínimo y espeluznante.

El verdadero sentido de la película –en mi visión— se encuentra en el desafío que adquiere para el espectador descubrir el conflicto. Acostumbrados y bombardeados por las propuestas del espectáculo posthollywood (Netflix, Amazon y otros sucedáneos), donde el conflicto está siempre a la vista y sobrexplicado, aquí pareciera no haber un conflicto a resolver: los protagonistas están sencillamente encarcelados, abandonados por su madre y la sociedad, sus vidas han sido condenadas. Todo aquello que había que resolver, ya se ha solucionado. El guion (a cargo de Pablo Green y Claudia Huaiquimilla) es generoso con el espectador, entregando potentes claves de aquello que aún queda por contar, mostrándonos lo que pasa más allá del conflicto. La primera de las claves está en el sugerente título: Mis hermanos sueñan despiertos traza una línea divisoria clara, pues nos indica que ya no existe la posibilidad de soñar dormidos (lo que nos sucede normalmente). Las noches o están plagadas de pesadillas, o bien son intervenidas por el ente represivo a cargo del orden dentro del recinto. La única posibilidad de soñar, o sea vivir, es imaginar futuros imposibles mientras están despiertos. La primera escena de la película es justamente eso: Ángel y Franco (o el Pulga) hablan del futuro, un diálogo bello en su simpleza, pero potente en su significado, jugando a imaginar lo que pasa con sus vidas en un mes más, en un año más, en cinco, en un futuro que saben imposible. “¿Y en diez?” le pregunta Ángel a su hermano. “Na, ahí ya me fui a la chucha, me volví loco con la fama, choqué curao, me echaron de la casa”, responde el Pulga. Ángel empuja a su hermano a que viva, que tenga ganas de vivir; Franco rezuma honestidad: no importa cómo sea el futuro, están condenados al infierno. Y pese a ello, ese espacio de sueño consciente es el único espacio de ausencia del dolor.

La llegada de un nuevo personaje al centro, que plantea la posibilidad de escapar del lugar, moviliza la mínima acción que se incluye en el retrato. Pero es importante saber que esta posibilidad de fuga no captura el centro de las acciones de los personajes, es todo más rudimentario y absurdo. Esa decisión narrativa es arriesgada y se agradece, pues sería más sencillo emparentarse a las incontables historias de escape que plagan el mapa cinematográfico, narrar la persecución del sueño de libertad de algunos personajes (injustamente) encarcelados. Pero no, aquí lo importante no es la libertad de los protagonistas, porque, aunque salieran, solo tendrían como destino volver a caer. El sistema no ofrece ninguna alternativa, no hay libertad posible para ellos.

La tarea de completar la historia de cómo estos personajes llegaron hasta ahí, se esboza a través de eficientes flash back que nos muestran lo obvio. Jóvenes vulnerables que son reclutados por un delincuente de más experiencia, las cosas salen mal y terminan en el SENAME. Aquí la producción hace un guiño a la historia reciente del cine chileno, al colocar el personaje mala junta a cargo de Ariel Mateluna, quien interpretara a Machuca (Wood, 2004), otro niño marginal que ve su sueño de vida destruido por el Golpe de Estado de 1973. Si bien Mateluna ya es un actor formado y con méritos suficientes, su incorporación al elenco no puede verse con ingenuidad, y nos conecta con las causas de la tragedia, todo un sistema de exclusiones y represiones que se articula en torno al quiebre dictatorial.

Dentro de la despojada propuesta que conduce con mano firme Claudia Huaiquimilla, se extienden elementos de profundo significado político, conectando las heridas más dolorosas y escondidas de nuestra sociedad. Mis hermanos sueñan despiertos, nos habla de una sociedad que apenas se atreve a mirar lo que la constituye. Rodada y terminada entre el estallido social de octubre de 2019 y la pandemia provocada por el coronavirus, esta película abre la puerta y todas las ventanas de nuestro edificio social a partir de lo que ha sido escondido. Es una película profundamente triste, porque nos enrostra una tristeza atávica que cada uno de nosotros debiera ser capaz de reconocer como propia. Estrenada en cines en plena época electoral (primera película postpandemia que llega a salas), también nos conecta con esos discursos simples y directos, llenos de odio, que prometen combatir la delincuencia con mano firme, detener la puerta giratoria de las cárceles, multiplicar los muros y las rejas para que dejemos de ver nuestro problema. Ante esa mano dura, prefiero la mirada de Huaiquimilla, aún más dura que cualquier otra.

La invitación es a ver Mis hermanos sueñan despiertos y hacerse cargo de los casi 1800 niños, niñas y adolescentes que han muerto bajo la custodia del SENAME en Chile entre el 2005 y el 2020. En algún momento debemos enfrentar aquello que nos negamos a ver. La obra de Huaiquimilla nos ofrece una buena opción para ello.

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