Nigredo, descenso a la oscuridad
Miroslava Salcido escribe en Hiedra desde México para compartir sus reflexiones de pandemia y confinamiento en siete partes.
Relata Artaud que en el año 1720, el navío Grand-San Antoine desembarcó en las costas de Marsella con sus entrañas llenas de ratas…
Miroslava Salcido
Investigadora escénica
Mensajes
Lo que he interpretado durante el sueño como pesadillas son, antes bien, los mensajes cifrados de mi espíritu. En el cúmulo de símbolos oníricos que surcan el confinamiento, se ha comenzado a escribir en mi vida interna un texto sobre el papel de la enfermedad para la renovación espiritual. El sentido de dicha escritura me rebasa. Yo solo soy el medio, la escriba.
El simbolismo de los sueños nos deja ver que la realidad puede tener, por lo menos en su multiplicidad inagotable, un carácter ambivalente: puede ser una trampa para el dormido o un puente para quien permanezca en estado de vigilia. Difícilmente puede la realidad estar dispuesta al cruce si la mente se convence de que lo que hay, es lo que hay, y de que somos quienes somos.
La exigencia actual es impostergable: pese a la tragicidad de la experiencia histórica de la pandemia, los acontecimientos son propicios para preguntarse por el sentido de la vida, no solo de la nuestra, sino de la vida toda en su potestad máxima. En una época donde priva el individualismo, es preciso asumir que sin la superación de la identidad y del determinismo del decaimiento cultural, no podremos dirigirnos hacia lo que Nietzsche nombró como la otra orilla: la posibilidad absoluta de las cosas.
Complejidad
La vida no es sólo una categoría biológica: es un juego de máscaras que oculta su sentido pleno y da libre curso a su fuerza en la inocencia del devenir. Siendo la más cierta de todas las cosas, es también lo más impensable: no hay definición última que apacigüe su juego de destrucción y construcción, precisamente porque, como fuerza poética que es, carece de convenciones, de medida, de linealidad.
Ha sido necesario que hayamos alcanzado la última puerta: Quizá el ímpetu de esta pandemia, la fuerza de su abrirse paso, tenga que ver con los orígenes de la vida y con la realidad de nuestro siglo como un puente posible hacia lo Otro. Sentimos la quemazón del agua helada, el viento frío del fin, la crisis del alter organismo de la cultura. Tragedia para muchos, sí, pero, ante nuestro reiterado sueño de superioridad, también urgencia de una peste del espíritu que, como la que relata Artaud, nos conduzca a los actos absurdos por los que el teatro se hace posible.
Acabamiento
No habrá renovación posible del acto creador sin una transformación de los fundamentos de nuestra época. Como en el sol del atardecer, en nuestro horizonte se va dibujado la sombra, el oscurecimiento del espíritu de nosotros los modernos. Los imperios industriales y bélicos deben terminar, colapsarse. Necesitamos la irrupción de un mundo absurdo, fuera de las lógicas del progreso. Más aun, se hace impostergable el fracaso de nuestra cultura si queremos recuperar los estados interiores, invertir las perspectivas sobre lo propiamente humano, subvertir toda posición artística y filosófica sobre lo que debe ser lo que llamamos civilización. No es tiempo de distracción sino de conmoción: es tiempo de dinamitar las convenciones de la realidad y derrumbarnos desde dentro.
Alquimia
Para romper con el culto a los objetos inútiles, con el círculo hipnótico de la cultura chatarra, es tiempo de sumergirnos en el sol negro y hacer de la oscuridad un arte. Ante el drama físico y psicológico, es preciso cuestionarnos: ¿Qué lecciones nos da el bios que excede a la biología? ¿Que está expresando el logos de la naturaleza, con un fuerza inapelable que se estrella contra la sordera humana? Este logos de la naturaleza no es su lógica, su razón, sino su discurso: aquél cuyos labios, según Hermes Trismegisto, permanecen cerrados excepto para el oído capaz de escuchar. Es probable que nosotros, hombres y mujeres actuales, no alcancemos a desentrañar el significado de la obra maestra, el opus magnus del orden que nos excede, sin antes haber tocado profundamente nuestro pensamiento: la enfermedad traerá consigo revelaciones solo para aquellos que estén dispuestos a destruirse como (antropo)centro de la realidad, a disponerse a un proceso de desintegración no solo del pensamiento sino de la identidad instituida en el reparto de lo real.
Transfiguración
Si el arte está en relación con una potencia desestabilizadora, si es, como afirmó Nietzsche, el instrumento de la naturaleza para hacer nacer y reaparecer la fuerza vital del acontecimiento, el virus concebido como obra de arte debe despertar la capacidad transfiguradora de la conciencia humana, abriendo nuevas perspectivas a la cultura. Es necesario conectar con la fuerza sagrada de la pandemia, despertar el querer del artista creador y su más auténtica voluntad de apariencia. Antes que sumar a la historia del arte, su tarea más propia es producir líneas de fuga que fisuren la mezcla endurecida de la realidad. Lo que necesitamos no es sumar a la historia mayoritaria sino reinventar el arte en su relación simbiótica con la vida. Necesitamos transformarnos espiritualmente -desde el pneuma de los órganos palpitantes que somos como cuerpo- con la fuerza de una epidemia.
Revolución
La fuerza política del virus depende de que caigamos en la cuenta de que no hay futuro ni progreso en los dioses capitalistas. Es necesario asumir el empuje revolucionario de la enfermedad para hacer temblar, en vez de intensificar, las propuestas civilizatorias y colonizadoras de los dementes a cargo de las potencias mundiales, para los que probablemente el padecimiento sea la solución final para guillotinar la corpulencia de nuestras ideas y terminar con aquellos “cuya vida no vale tres centavos”.
La revolución supone que antes que el lugar de la derrota, nuestra casa sea un laboratorio de sí, la trinchera de lo posible: soy mi propio experimento, mi rata, mi matraz, mi balanza y mi embudo. Lugar de ensayo, de puesta a prueba de los instintos de barbarie para reconducir la existencia, la casa interna deberá ser el escenario de la peste como fuerza desintegradora de los vicios del cuerpo social; es ahí donde hay que rediseñar el tiempo para luchar contra la resignación, la modestia, la laboriosidad, la obediencia, la identidad de pantalla. Para ello, es fundamental la percepción poética del contagio como tránsito entre lo material y lo espiritual, como experiencia vital, como acontecer de una forma superior de conocimiento que deberá elevar la estatura del ser humano y proyectarlo hacia los cuatro puntos cardinales.
Convalecencia
Ha sido necesaria la llegada del anarquista coronado para ensayar el acontecimiento radical del aforismo 125 de la Gaya ciencia de Nietzsche: la muerte de la Idea, que nos conduce a la falta de centro. No hay arriba, ni abajo, ni horizonte ni dirección, y ese desengaño es nuestro más grande regalo, pues el mar está abierto.
Participamos del descenso del ángel frío de la historia, reclamando el combate contra todo aquello que nos ha desviado del trabajo sobre nuestro espíritu. Este teatro biológico en el que vuelve a representarse el ángel exterminador, puede ser vivido con el miedo de la rata oculta entre los escombros de los dioses; o, caídos los ídolos, ser el momento en el que el ser humano debe hacerse poeta de sí mismo.
La pedagogía aleccionadora del flagelo no es solo actual: es contemporánea en el sentido en que nos pone frente a frente con la oscuridad de nuestra época, con sus heridas. Así, la interpelación no se hace esperar. No será la fe en el fin del mundo la bocanada de aire que nos devuelva a la vida, sino la afirmación radical de la soledad metafísica que nos impulse a la búsqueda de lo divino en lo viviente. Nuestra convalecencia cultural no coincidirá entonces con el encierro que nos sumerge en la enajenación, sino con un tomar distancia, con encender el lejano faro de la conciencia, desde el cual, cual vigías, contemplemos el naufragio, aplicando nuestra observación más destructiva.
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Imagen: Danza de la muerte, Michael Wolgemut.