“Oye, la obra pa lenta”: Cuidar la duración del tiempo
Iván Insunza escribe sobre la duración en el teatro para pensar los dispositivos de representación y su administración del tiempo como unidad de medida.
“La crisis del drama experimentada en el paso del siglo XIX al siglo XX es esencialmente una crisis del tiempo”
Hans-Thies Lehmann
Aquí y allá lo hemos afirmado insistentemente: acusar de lenta a una obra, como ocurre también con las películas, es acusarse a sí mismo de comportar una exigencia y una expectativa que proviene de un determinado régimen temporal que el cotidiano esculpe de manera brutal e imperceptible. La pregunta con la que hemos desactivado esta demanda sería: lenta en relación a qué, a tu agenda semanal, al timeline de tu red social, a la comunicación instantánea de tu relación laboral por mensajería, a la televisión, a qué.
Me propongo entonces levantar algunas reflexiones sobre el tiempo que permitan pensar la lentitud como una potencia del arte en general y del teatro en particular en consideración a su régimen que despliega una materialidad en el espacio y el tiempo. El modo de hacer esto no puede ser otro que la denuncia de una economía del tiempo que impera en el cotidiano y que la mayoría de las representaciones, que se basan en la ficción, reproducirían.
Algunas referencias generales: La distinción entre el tiempo objetivable y mesurable (temps) y la duración (durée) en Henri Bergson, la distancia entre la imagen-movimiento y la imagen-tiempo en Gilles Deleuze o variadas teorías de la experiencia estética surgidas en el siglo XX, acreditan que la demanda de velocidad que se le impone a una obra es una cuestión que se aloja en un problema filosófico de larga data.
Mismo asunto podemos encontrar en Raúl Ruiz cuando despliega sus argumentos en torno a la teoría del conflicto central para pensar el cine hollywoodense. Parafraseándolo diré: el arte debiese ser ese momento en que el pasado y el futuro se abren como las aguas del mar rojo para dejar entrar la certeza de estar aquí y ahora en un reposo activo. Dicho reposo se genera precisamente en indiferencia a toda economía temporal ajena a la obra, ya sea como desaparición o como la aparición de una nueva.
Acusar a una obra de ser lenta es acusarla de ser obra de arte. La velocidad que quien emite este juicio demanda se da al interior de un dispositivo temporal específico, que en el caso del teatro está estrechamente relacionado con el dispositivo de representación dramática. Que las cosas que van a pasar ocurran pronto, que el desarrollo del conflicto se acelere, que el clímax se aproxime, que el final resuelva todo o me diga con claridad lo que ha quedado abierto.
Mucho hablamos de presencia, pero aquella potencia extraña que el teatro pareciera asegurar por naturaleza, no se reduce al mero placer de compartir un espacio durante un tiempo con otros. Es, sobre todo, una posibilidad que puede abordarse o no. Hans Ulrich Gumbrecht hablará de “cultura de presencia” (en oposición a cultura de significado), Erika Fischer-Lichte de “función performativa” (en oposición a función referencial). Dicho de otro modo, la presencia y su articulación del tiempo como un repliegue sobre sí mismo es un material y como todo material depende de una relación de intensidades con los otros materiales.
No se trata entonces de demandar a todas las obras un trabajo sobre el tiempo o sobre esta potencia presencia-tiempo, se trata en realidad de hacer visible el paradigma que funda la exigencia de una eficacia del tiempo para contar una historia. Hace falta para eso, lograr pensar por fuera del dispositivo dramático de representación donde las unidades de tiempo y espacio son, al igual que en un dispositivo tradicional diegético en el cine, materiales o articulaciones en función de un relato ficcional.
Martin Seel hablará de un “aparecer estético” que estaría más allá del simple “aparecer sensible”, los sentidos son capaces de registrar una realidad determinada y desde el concepto dar sentido a aquella aparición. Pensar el tiempo como duración sería entonces la suspensión de ese concepto, un momento donde la noción de tiempo está profundamente atada a la de espacio. Allí donde las aguas del mar rojo se escinden, allí está el aparecer estético.
Afirmar el teatro como arte no es simplemente reforzar una autonomía disciplinar de acuerdo a determinados elementos, es ante todo pensar el teatro, así como todas las artes, dentro y fuera del concepto. La propia idea de experiencia estética podría ser pensada no como la suspensión del régimen de sentido, sino como una intermitente o relativa suspensión de ese régimen para pensar y sentir de otro modo a un costado del mundo cotidiano, no porque una historia contada genera otro mundo posible, sobre todo porque el régimen sensible del arte dibuja una frontera que protege y asegura esa otra relación temporal.
Si usted va a acusar a una obra de ser lenta, no se apure, dele una vuelta, quizás usted simplemente quiere decir que su experiencia con el tiempo de la obra fue incómoda, desafiante, sus marcos de interpretación y percepción pueden estar siendo puestos a prueba fascinantemente, deje entrar esa duración. Ahora, si la obra era simplemente mala, no culpe a la duración, no culpe al tiempo.
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