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Aparatos expositivos en el teatro contemporáneo: nuevos modos de la metateatralidad

¿Es la práctica teatral un espacio de movimientos, avances y repliegues? Para Iván Insunza sí, y hoy, a 80 años del célebre texto de Benjamin sobre la reproductibilidad técnica, el teatro local muestra nuevos modos de reflexión a través de sus aparatos expositivos.

 

Por Iván Insunza

 

Walter Benjamin propone que la obra de arte ha transitado históricamente de un polo “mágico”, asociado a su potencia ritual (el búfalo que el hombre de la Edad de piedra dibuja sobre las paredes de su cueva), a un polo de la exaltación de su “exhibición” en la época de su reproductibilidad técnica (el cine, su aparato técnico y su circulación). El teatro, que se encontraría en el centro del problema de la reproductibilidad debido a su naturaleza no reproducible, encarnaría a la vez el paradigma de esa crisis y la paradoja de aquello como su potencia.

En esa oscilación se podrían inscribir cuestiones que venimos discutiendo como performatividad, liminalidad, intertextualidad, transdisciplina, etc. Revisaremos aquí una cuestión específica al respecto: los aparatos expositivos como nuevos modos de la metateatralidad. Entenderemos por aparato expositivo un sistema de partes que configuran un funcionamiento en la búsqueda de exponer, mostrar, exhibir y hacer circular textos, imágenes, sonidos, etc. Comprendiendo,  además, que el aparato en sí sólo logra verse con claridad desde afuera, es decir, en la distancia temporal, cultural o disciplinar y, por lo tanto, se devela siempre en la medida de un desplazamiento.

Hace buen tiempo ya que escuchamos diversos discursos, tanto teóricos como prácticos, en torno a la relación teatro y ritual. Si hay algo que el teatro debe defender hoy es, precisamente, ese carácter, pensamos muchos. Dicho esto, podemos constatar también que, habiendo “caído el drama” en su versión más conservadora y habiéndose detonado la “crisis de la representación”, el teatro en Chile ha defendido, en estos últimos años, su carácter ritual precisamente desde su posibilidad exhibitiva, incorporando o traduciendo modelos de exposición ajenos que vendrían a renovar sus posibilidades formales, precisamente desplegando estrategias de la exhibición propia de nuestra época digital o, diríamos, pos-reproductibilidad.

Bajo esta clave podemos leer buena parte de los acercamientos paródicos que poblaron nuestras carteleras. Durante años, las obras se ocuparon de mirar sarcásticamente dispositivos de exposición, principalmente ligados a los medios de comunicación. Hubo espacio para parodiar la televisión, la farándula y todo aquello por sobre lo cual el teatro se sentía en ventaja reflexiva, incluso moral, cayendo inevitablemente en el cinismo[1].

El principal problema acá consistiría en que la apropiación de esos aparatos expositivos, al estar atravesada por la parodia, no concluía en ninguna renovación del lenguaje, articulación de cuestiones muy ingeniosas ni densificación de la crítica. Por el contrario, lo que sucedía era que la banalidad, la grosería y las intrascendencias propias de, por ejemplo, la televisión (o al menos la que se parodiaba) colonizaba la puesta en escena vaciando sobre la obra todo su arrasador humor, adelgazando su sentido a puntos insoportables.

En paralelo, quizás un poco antes o quizás un poco después, aparecía esta misma operación, pero en base al propio teatro. Obras cuyas reseñas podrían aglutinarse desde la siguiente primera línea: un grupo de actores trabaja para hacer una obra. Metateatralidad en su sentido más restringido. Quizás, un segundo problema en esta relación aparato expositivo-parodia consistía en la escasa o nula capacidad de reflexionar previamente sobre qué dispositivos podían contener posibilidades formales o discursivas.

Se podría pensar en que la propia operación de restitución del ritual a partir de exaltar diversos aparatos expositivos, era el sendero que llevaba necesariamente a este fracaso cínico, sin embargo los años fueron demostrando que no era así. El problema era la estrategia paródica. Me atrevo a afirmar esto a la luz de varias operaciones que, incorporando nuevos dispositivos de exhibición, no pasan por la parodia y logran resultados considerablemente más interesantes.

En términos generales, podríamos pensar que aquello que hemos llamado Emergencia Documental[2] es en sí misma una prueba de esa apropiación de aparatos de exhibición que no están cruzados, necesariamente, por la parodia (el testimonio, el archivo, la entrevista, etc.). El uso del documento obliga al desarrollo de estrategias de escenificación que necesariamente pasan por otros lenguajes y medios. Sin embargo, podemos encontrar ejemplos que escapan a esta demarcación o que no necesariamente son sus casos más emblemáticos.

En este sentido (y aún siempre cercano al problema del archivo), podemos nombrar obras que revisan y tensionan otros dispositivos culturales específicos. Por ejemplo el dispositivo de la ópera en Ópera (Antimétodo, 2016) o del museo en Cuerpo Pretérito (Samantha Manzur, 2018), entre otras. Si bien hay allí aún un uso paródico, resulta sumamente marginal respecto de lo descrito antes. Caso aparte serían aquellas obras que, más que revisar otros dispositivos, se transforman directamente en ese aparato, como sería el caso del dispositivo del deporte en Multicancha (Teatro de Chile, 2010).

Me parece que obras como Matar a Rómulo (Sebastián Jaña, 2017), Painecur (La Familia Teatro, 2017) o Hija de Tigre (La Laura Palmer, 2016), por ejemplo, comportan, cada cual a su manera, esta característica, esta distancia de la parodia como centro de la incorporación o, al menos, un modo de articular la parodia radicalmente distinta. En el primero de los casos apropiándose del aparato académico y su modo de exposición retórica, en el segundo la preparación de un examen en la formación de estudiantes de derecho y su potencial performativo y, en el tercero, la fotografía como problema y un modo particular del biodrama que es posible identificar en varias obras de La Laura Palmer, e incluso, de otras compañías.

Esta nueva manera de actualizar la condición ritual del teatro, a partir de estos dispositivos, podría pensarse tanto en términos de sus respectivas indagaciones escénicas como de sus diversos potenciales para dialogar con realidad y, en ese sentido, de su potencial político. Esto último vendría a revertir aquello que Benjamin sitúa sobre el arte mágico, su carácter práctico, y pondría sobre los propios énfasis de exhibición la posibilidad de tener una utilidad fuera de la obra.

En un contexto histórico donde la reproductibilidad técnica ha sido superada por una lógica digital y donde, como piensa Boris Groys, ha sido borrada definitivamente la idea de un “original”, en un sentido mucho más radical que como lo pensaba Benjamin, la relación con lo exihibitivo también se ha modificado radicalmente.

Si en uno de los polos está el máximo involucramiento humano, encontrando su clímax en el sacrificio, mientras que en el otro, la toma de distancia de la naturaleza ha permitido en nuestra época, incluso, la proliferación de obras donde simplemente no hay nadie (aquello que Jorge Dubatti denomina como tecno-vivio en oposición al convivio). Nuestras actuales tecnologías permiten hacer ingresar al teatro que, en principio, figuraba como caso de resistencia paradigmática a la reproductibilidad, como emblema de la crisis ante la desauratización, a transitar por caminos similares.

Y es que ya no es posible argumentar como opuestos el cine y el teatro, como lo hace Benjamin, pues la mayoría de estos dispositivos apropiados contienen un alto coeficiente audiovisual, en términos técnicos y de lenguaje y, en último caso, si no es ésta, será otra tecnología. El actor de teatro que imagina Benjamin, a partir de las palabras de Pirandello, aquel que exhibe su personaje al público, al contrario que el de cine, que se muestra a sí mismo frente al aparato técnico, es hoy el mismo, uno solo. En el modo de organizar su trabajo en el día a día y en la manera de concebirlo escénicamente como una especie protociborg.

Digámoslo así, un teatro arrojado al campo expandido y que mientras conserva su potencia ritual se deja atravesar por nuevas tecnologías (y no tan nuevas), es un teatro que pone en diálogo directo su polo mágico y su polo exihibitivo. Habiendo superado la parodia de los aparatos, involucrarnos en nuevas búsquedas que ponen al teatro en diálogo con los modos de una percepción sensorial que estará siempre situada. Esa parece ser la tarea.

Es decir, lejos de la defensa de un teatro como ritual en tanto pies descalzos, cantos a la tierra o escenografías con ramas secas sacadas quizás de dónde, pero lejos también de la utilización caprichosa de cuanta tecnología se nos pone al frente (recordemos, además, que no a todos se ponen delante las mismas tecnologías). Es decir, lejos del fetiche del ritual y del multimedia. Una radicalidad, una experimentación, la indagación de un aparato de exposición o exhibición en este caso, es siempre una articulación que debe contemplar su inscripción histórica en el amplio sentido.

[1] Más sobre esto en «Humor y cinismo: una mala mezcla en el teatro contemporáneo«.

[2] Ver más sobre este asunto en «¿Qué decimos cuando decimos Teatro Documental?«.