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Arte y pandemia: Y después qué

Christian Álvarez escribe en Hiedra para aventurarse con algunas ideas respecto de la relación arte y pandemia a la luz de las profundas transformaciones generadas por la contingencia.

 

Christian Álvarez
Dr. (c) En Estudios Americanos
Músico en Quasar J-01

 

Luego de meses de pandemia y confinamiento, sumados a la incertidumbre de su duración, resulta prácticamente «de sentido común» realizar diagnósticos que advierten que «ya nada será lo mismo». Sin pretender realizar predicciones, intentaré delimitar las posibilidades sobre qué aspectos de la realidad, especialmente la que nos compete en relación con las artes, sufrirán cambios drásticos de largo plazo.

La cuarentena y el distanciamiento físico, el vínculo arte y pandemia en general, han obligado a que gestores y artistas hayan traspasado sus actividades al espacio digital, estrategia ya vista en teatro, cine, música y artes visuales. Si bien falta tiempo para evaluar si cada actividad cumplió con sus objetivos específicos, tal vez incluso mejorando los resultados pre-pandemia en términos de recaudación y alcance, la digitalización de la experiencia artística ofrece problemas que exigen ser analizados.

Como nos muestran las historias de las actividades que hoy llamamos artes, los cambios en las formas de producción y difusión de las obras artísticas han sido determinantes, no solo para la evolución de las disciplinas, sino, sobre todo, para su propio nacimiento y consolidación como tales.

La sola expresión «arte» guarda en su etimología el recuerdo de una época en que actividades que hoy se asumen como propias de la libertad creativa individual, tenían más en común con oficios que hoy se relegan a la artesanía. Un repaso rápido a la educación medieval, además de mostrar la función social-teológica de las artes, presenta relaciones hoy perdidas, como la música formando parte de la enseñanza matemática y astronómica, siendo determinante en el razonamiento de Galileo, Kepler o Newton.

Fueron necesarios grandes cambios en la estructura social europea, con pandemias y desastres geológicos mediante, durante siglos, para que la cosmovisión humanista no solo emergiera, sino que fuera aceptada por una masa crítica capaz de transformar las actividades artísticas en expresiones individuales y subjetivas, hecho consagrado en la sociedad burguesa, con sus teatros, salones y salas de conciertos, tras la Revolución Industrial.

Las condiciones en las que hemos conocido, estudiado y practicado el arte, son un equilibrio frágil heredado de procesos históricos que exceden nuestras voluntades, por lo que aferrarnos a sus lógicas sería como esperar detener el tiempo mismo, especialmente cuando la crisis económica disparada por la pandemia será reforzada por la creciente inestabilidad climática, más la posibilidad concreta de que el COVID-19 se convierta en un problema permanente.

En una entrevista reciente, el cantante de heavy metal Dee Snider menciona su temor a que el virus haya disuelto un pilar del rock: su «esencia de unidad», los momentos en que un público masivo y una banda se conectan como uno solo. De no ser posible mantener esta experiencia, será otra cosa, una en la que él ya no querrá participar nunca más. ¿Cuánto de sus aprensiones son extensibles a otros estilos de música y, sobre todo, a otras artes?

Algo ya nos ha anticipado la hegemonía neoliberal, cuyos efectos prácticos son la precarización de las condiciones laborales, el aumento de las desigualdades con su respectiva exclusión y mayor vulnerabilidad de los sectores más pobres: las industrias culturales de los estados de bienestar -o aspirantes a serlo- nos parecen ahora una utopía y no la mercantilización inhumana que advirtió la crítica cultural de su época.

Ante la falta de proyectos globales con capacidad de imaginar e instalar alternativas, no me parece una mala opción pensar a las artes en un movimiento de regressus hacia sus condiciones premodernas, al menos como un escenario posible para pensar en adaptaciones y en las permanencias que, a pesar de los cambios sociales y económicos, sean posibles en instituciones y prácticas.

Pienso en una continua desprofesionalización de las artes. En la consolidación de un modelo mixto de creadores/gestores, donde la gestión avance desde la integración actual al sistema de fondos culturales, hacia un retorno al arte funcional, ligado a eventos colectivos, que ya no serán el carnaval religioso o la propaganda nacionalista, pero bien podría ser la reivindicación política o las, revitalizadas en pandemia, «industrias del entretenimiento».

Entre los aspectos que permanecerán por un buen tiempo están las tecnologías, la circulación de conocimientos (universitarios y populares), que hacen improbable una fragmentación del arte hacia los oficios previos, lo que incluso hace pensar en una consolidación de un concepto de «arte» transdisciplinar, donde se integren oficios de manera instrumental, local, más orientados a objetivos puntuales que a concepciones macro sobre la sensibilidad o la obra.

Y no descartemos del todo el nunca extinto mecenazgo, cuya presencia simplemente vendría a transparentarse y reconciliarse con las artes tras sus aplicaciones publicitarias, propagandísticas o neotribales, especialmente en su circulación digital por internet.

En suma, hay aspectos que me parecen demasiado arraigados culturalmente en las actividades artísticas y quienes las cultivan como para verlos desaparecer en el lapso de nuestras vidas, pero así también, hay condiciones cuya fragilidad puede ya haberlas dejado obsoletas antes de advertirlo; siguiendo a Hannah Arendt, diría que las artes están en un tiempo «determinado por cosas que ya no existen y por cosas que aún no existen».

No podemos evitar planificar la creación y difusión artística asumiendo que existe una masa crítica con tiempo libre y dinero disponible para entregárnoslo, o bien un estado capaz de recaudar impuestos y asignarlos no a la guerra o el auxilio humanitario, sino al comodín de la «cultura». Y ambas premisas asumen una economía funcional, donde las nociones mismas de «dinero» o «crecimiento», son sus instituciones guardianas, no son solo posibles sino necesarias e incuestionadas.

Tampoco podemos evitar entender a nuestras propias actividades como provistas de lenguajes, problemas internos que merecen ser expuestos y resueltos, además de tener la capacidad de transmitir empáticamente alguna emoción, aun en su nivel más abstracto y primario, o incluso programas ideológicos completos, en los casos más optimistas. Funciones que, ocultas en la autorreferencia, pueden mostrarse estériles en momentos de cambio social.

Podemos, sin embargo, especular sobre la nueva ilusión de estabilidad a la que llegaremos, y ver el rol que nuestros oficios podrían tener en ella a escala pública. Afrontar la incertidumbre y planificar modos de enfrentarla es tal vez la forma más genuina y alcanzable de libertad, cuya comunicación solo sería posible en los lenguajes permanente e intencionalmente abiertos de las artes.

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Imagen: Ilustración de obra de teatro Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Imagen de escena del libro con los personajes protagonistas Estragón y Vladimir. www.olallaruiz.com/