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A propósito del teatro por streaming

Marcelo Troncoso escribe en Hiedra para abrir nuevos problemas en torno a la discusión sobre los efectos de relación del streaming + teatro a propósito de la columna de Manuela Infante.

Marcelo Troncoso
Investigador, miembro de la Cía Suspensión Horizontal y del Colectivo Ladra

 

“Es inútil dar razones precisas de ese delirio contagioso.
Ante todo importa admitir que, al igual que la peste,
el teatro es un delirio, y es contagioso”
Antonin Artaud.

 

Es evidente que el contexto local actual es horripilantemente precario. En todo el mundo se experimenta el mismo panorama desolador e incierto, seguro, pero no especularé sobre aquello. Tampoco me interesa realizar una descripción del acontecer artístico, cultural y social del país a modo general. Asumo que la mayoría de las personas que leerán esto, por no decir todas, ya tienen la panorámica actualizada de la catástrofe. Entonces, iré directo a comentar lo que me incitó a escribir este texto: el streaming teatral y el derecho a la opacidad.

Lo que propone la autora y pensadora teatral Manuela Infante en su análisis sobre el streaming teatral me parece una articulación de ideas y consignas muy interesantes, singulares y útiles para pensar el contexto escénico local. Es una imaginadora de alto rendimiento. Por lo tanto, lo que sugiero acá es sólo otra manera de componer la relación de ideas que la autora ya enunció y argumentó hábilmente en torno al streaming.

A raíz de la situación de confinamiento es que mucha gente influencer y otro tipo de personas y grupos que producen contenidos artísticos, culturales, pedagógicos, etc., se han volcado a las redes sociales virtuales a promover y difundir intensivamente su quehacer, como una estrategia para activar vínculos y de alguna manera hacer comunidad virtual en la que todxs pueden contribuir con algo. O sea, se des-monopoliza la producción creativa, al mismo tiempo que queda expuesta a merced de la Industria Creativa que se apropia y alimenta gratuitamente de esa producción. De este fenómeno de intensificación de la elaboración amateur y profesional de contenidos vía redes sociales es que se desprende el streaming teatral, denominación provisoria para este formato contingente de difusión.

La sospecha que plantea Manuela Infante sobre los alcances del streaming teatral son de los mismos órdenes de los que planteó Walter Benjamin cuando pensó en los problemas asociados a la reproductibilidad técnica de las obras artísticas; Guy Debord en relación a un sistema social hegemónicamente mediado por las imágenes; Jean Baudrillard sobre el valor signo de las obras de arte y a la construcción de simulaciones e hiperrealidades;  la caída de los metarrelatos según Jean-François Lyotard; las disputas por la acumulación de capitales de reconocimiento y las posiciones al interior del campo artístico según Pierre Bourdieu, la consolidación de entidades cada vez más híbridas entre lo humano y la máquina según Donna Haraway; y un largo etcétera de líneas de pensamiento que sirven para identificar la relación problemática entre las artes y los sistemas sociales, políticos, económicos, culturales, tecnológicos, etc.

En ese sentido, estas líneas de pensamiento le temen con justa razón a la banalización a la que se ven expuestas las obras devenidas mercancías de consumo, convertidas en instrumentos para falsificar la realidad, despojando a las obras de sus auras, de sus místicas, de sus ritualidades, de sus ofertas densamente contemplativas, interpretativas, sensitivas, afectivas; y todo lo que ello arrastra para los agentes que participan del fenómeno artístico.

Creo que la exhibición de obras vía streaming no constituye una amenaza frente a la muestra de obras in-situ, o como señala Jorge Dubati, en convivio, porque son inconmensurables, son ejercicios de distinto orden. Interrogarse si el campo teatral gana o pierde con el teatro zoom, me parece una pregunta que necesita reposo por ahora, para dejar que el torbellino de producción de contenidos virtuales se estabilice un poco, decante, y desde ahí observar con mejor perspectiva qué forma va adquiriendo esta dimensión emergente de la muestra teatral en situación de confinamiento.

Y, más allá de la consideración cualitativa que podamos hacer sobre el streaming teatral, el acceso a las “artes de calidad”, bien entre comillas, sigue concentrándose en las esferas sociales privilegiadas. Para verificarlo basta con revisar las estadísticas sobre audiencia y acceso cultural que realizan distintas entidades a nivel local, como: Observatorio de Políticas Culturales, Matucana100, GAM, MINCAP, etc.

Además, analizar la utilización de nuevos soportes de reproducción no debiera ser la preocupación de fondo en este momento, porque históricamente ya sabemos lo que pueden, para bien y para mal. Al hacernos la pregunta por las tecnologías y su capacidad de agencia, nos podemos entrampar en un problema que no es prioritario. Es cosa de pensar qué ocurrió con lo teatral cuando apareció como fenómeno social lo cinematográfico o el Radio-Teatro. O qué pasó con estos últimos cuando se instala la televisión. Y a su vez, qué pasó con la televisión cuando se masifica la computadora, la internet y los teléfonos “inteligentes”, el streaming.

Pasaron cosas, pero no como para sentenciar a muerte a esos “anticuados” artilugios. Todos aquellos formatos han logrado convivir simultáneamente en el presente, porque cada uno compone de manera singular, con un flujo y un atractivo propio, perceptos de la imagen-movimiento, perceptos de la imagen-sonoridad, perceptos de la imagen-tiempo, perceptos equis. A toda tecnología en algún momento se les puso fecha de caducidad, de obsolescencia, o de un declive inexorable por los cambios de hábito de la población, pero ya sabemos que ninguno de estos pereció al acabar el siglo XX ¿Por qué justo ahora se vería mermado radicalmente el entramado teatral a propósito del streaming?

No adhiero al argumento de que el formato vía streaming podría normalizar un «teatro terriblemente humanista», por dos razones. Primero, porque el teatro de corte humanista hace siglos está instalado como la “imagen dogmática del pensamiento» en el universo teatral. No se puede normalizar algo que ya está normalizado. Segundo, porque esta imagen dogmática, desde un sentido deleuziano, como régimen de producción de una verdad que contrae y captura la potencia de imaginar lo divergente, de transformar imaginarios, se produce y reproduce en las escuelas, en las academias, en los contextos donde se modela, intenciona y transfiere sistemáticamente el pensamiento hegemónico del fenómeno teatral.

Por lo tanto, para intencionar el corte del flujo antropocéntrico de producción teatral, habría que atacar primero que todo aquellos contextos estabilizadores del cánon. Las vías de exhibición, sean cuales sean, no son las responsables en primera instancia de esta condición dogmática, porque no las producen, solo las re-producen. Esto último no significa que las vías de exhibición no sean actantes que producen una afección singular en el plano de la realidad material e imaginaria, porque lo hacen, pero no con la misma relevancia que pueden tener los contextos donde se programan los sistemas de pensamiento orientados a cómo se debe imaginar y crear lo teatral.

Tampoco adhiero a la imagen de una obra teatral sin contenidos, porque las obras siempre contienen algo, incluso ausencias y vacíos. Concuerdo en que es posible concebir una obra sin crítica, sin historia, pero toda obra diseña un plano de consistencia, gestiona unas fuerzas de contención y traza unas líneas de fuga. En definitiva, toda obra establece relaciones que movilizan, asocian, afectan y desterritorializan algo. La obra artística es una máquina de guerra que se desplaza estratégicamente por un territorio conocido, reconocido o por conocer. Como decía Bourdieu “no es posible un acto desinteresado”. Siempre hay una illusio, una líbido, un sentido del juego que activa impulsos, alianzas, inmolaciones y sabotajes que nos sacan de la zona de confort (y alcohol gel).

Lo que no se sabe muy bien, porque se le pone poco esfuerzo y poca atención, es dilucidar cómo relacionarse con la audiencia. Y esto lo digo en general, no a propósito del texto de Manuela Infante. Damos por hecho que la realización teatral tiene como horizonte irrenunciable desplegarse y volverse perceptible para los potenciales públicos. Es como obvio ¿no? Pero el campo artístico tiene el hábito de mirarse el ombligo, y en ese gesto de corto alcance quedan fuera las consideraciones por los públicos. Ahora, si lo que importa es sólo el proceso y no el resultado, si lo que importa es el arte para artistas y no para artistas y públicos ampliados, habría que discutir sobre laboratorios y no sobre obras. Habría que ponerse a follar entre primxs.

En otro sentido, una de las consignas más radicales que propone Manuela Infante, es que las artes o lo teatral, no tienen por qué ser útiles o servir para algo. Creo entender a qué se refiere, en qué sentido lo dice, pero no comparto su planteamiento en esos términos, porque está reduciendo el concepto de utilidad al sentido del negocio y yo prefiero enlazarlo al sentido del ocio. Pero ¿qué es el ocio? Es una forma de hacer del tiempo algo placentero, de utilizarlo como beneficio para el alma, para el cultivo del estar aquí/ahora, no es derrochar el tiempo, sino que convertirlo en goce, afecto, es devenir algo bien. Mientras que el sentido etimológico del negocio, como negación del ocio, es asumir que el tiempo debe ser invertido en actividades desgastantes, nocivas, tortuosas, es dedicarle tiempo a lo que hace mal, por obligación, por mandato, por una fuerza de violencia externa. Por eso hablar de un «mal negocio» encierra en sí un exceso, una redundancia.

¿Se puede fracturar la relación entre artes y humanidades? ¿otras entidades vivas producen o contemplan las artes? ¿acaso el arte no es uno de los mayores artificios existentes que conocemos como especie? ¿cómo la naturaleza, que se supone que es lo contrario de lo artificial, podría producir artes? Esta última pregunta no la defiendo, solo la menciono, porque es probable que todas las entidades vivas de maneras incomprensibles para la humanidad, sean capaces de producir sentido, memoria, imaginario, alianzas y disputas, por lo que tampoco sería raro que concibieran alguna manera de creación artística. A propósito de aquello, en un laboratorio de creación circense en el que participé registrando el proceso, dirigido por Alain Veilleux y dramaturgizado por Ana Harcha, se ejercitaron preguntas sobre lo post-humano que resuenan con nitidez y con una carga política contundente.

Y en otra línea, al definir algo como «no-humano» ¿acaso no estamos expresando un gesto igualmente antropocentrista con ese concepto? Porque define a la otredad en relación a lo que no es humano, y no en relación a sus propias singularidades como entidades. Es como decir: estamos nosotrxs y está todo lo demás.

Manuela Infante señala que un teatro post-humano es aquel que pone en crisis el antropocentrismo, pero no aclara si esa crisis emerge de una relación problemática con el sistema-naturaleza, que es ininteligible para la humanidad; si es una falla del sistema-social/humano; o si el conflicto del antropos se manifiesta en su tensión con entidades divinas. Lo natural, lo artificial o lo sobrenatural son niveles y formas distintas de aproximarse a un horizonte de opacidad ¿qué o quiénes tienen derecho a la opacidad? ¿qué o quiénes resguardan y gestionan legítimamente ese derecho? y en última instancia: ¿la opacidad como derecho, como consistencia o como estrategia contra la pesadilla de Orwell?

Y para ir a lo propiamente panfletario, porque es necesario: lo capitalístico es la peste, la ruina del mundo, la catástrofe, la matriz de producción de chatarra más poderosa y asquerosa que ha conocido el planeta, de eso no cabe duda alguna ¿no? Y específicamente en relación al Capitalismo Cognitivo, que menciona Manuela Infante, y la Industria Creativa, como expresión y contención específica de aquel sistema, es necesario caer en cuenta que esta forma de capital es la actualización de los mecanismos de explotación, de acumulación de recursos, de producción de asimetrías, de administración de poderes/saberes, de vigilancia y de control de masas, o más que de las masas en sí, de las moléculas humanas que componen las multitudes.

La Máquina de Guerra del Capitalismo Cognitivo es extremadamente sofisticada, y opera a distintos niveles simultáneamente, molar y molecularmente, a través de modos visibles e invisibles, de manera aislada, en conjunto y en red. Pero, a pesar de su sofisticación, siempre será posible sabotearlo, disputarle espacios, obligarlo a retroceder y vencerlo definitivamente.

Si todos los diagnósticos dan cuenta de que los problemas más radicales se desprenden de ahí, del sistema capitalístico, entonces hay que aniquilarlo. Por lo tanto, hay que estar atentxs a cómo se va estabilizando progresivamente la catástrofe, para que en el momento indicado, antes de que se instalen “nuevas crisis” y se normalice el contexto policíaco, las estrategias de ataque al Estado Capitalístico ya desborden la capacidad de reacción, recuperación y actualización de éste.

Sabemos que el Sistema no tiene alma y que su existencia es solo un ejercicio del fetichismo del poder. El aislamiento y la presencia policial se intentarán dejar instalados post pandemia. Es ahí donde las estrategias del mundo artístico contrahegemónico deben reposicionar, reinstalar en la calle, todo el imaginario cultural que se consiguió legitimar desde el 18-O, como agresión radical al “Sistema Invisible de la Mafia” que nos gobierna.

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Foto: captura del video-clip “Last i heard” de Thom Yorke