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Cabeza de medusa: apuntes sobre escritura colectiva

Florencia Dansilio escribe en Hiedra respondiendo al llamado de Estíbaliz Solís para pensar #ElSegundoTexto y desplegar reflexiones respecto de la escritura colectiva en sus procesos creativos.

 

 

Florencia Dansilio
Doctora en sociología, investigadora en artes.
Directora teatral (París-Montevideo)

 

“Qué importa quién hable, alguien ha dicho qué importa quién hable. Habrá una marcha, formaré parte de ella, no seré yo, yo estaré aquí, me iré lejos, no seré yo, no diré nada, habrá una historia; alguien intentará contar una historia.”

Samuel Beckett, Textos para nada

 

Escribir teatro en la soledad de mi escritorio sucede generalmente cuando ciertas condiciones, geográficas o coyunturales, me impiden escribir en escena con otrxs. Cuando eso pasa, queda en esas páginas un halo de frustración, de palabras muy propias, de formas reconocibles, de personajes como variaciones de mí misma. Esos textos suelen, en cambio, reconfortarme por su unicidad, por el control absoluto de la maquinaria que supuestamente los haría funcionar una vez en escena, por la coherencia estética y discursiva que les otorga la autoría individual.

Esos textos “puros”, suelen terminar a menudo en una subcarpeta llamada “piezas escritas”, dentro de otra carpeta llamada “teatro”, y ahí desaparecer, engullidos por la propia virtualidad de su escritura. Esa subcarpeta comparte espacio con aquellas de los proyectos inconclusos, de ideas y de referencias, y también con otras, las de escrituras teatrales colectivas.

Éstas últimas son subcarpetas caóticas y descontroladas, carpetas compartidas, repletas de cosas y de criterios ajenos disputándose con los propios. Sin embargo, son finalmente éstas, las que en mi archivo personal contienen las verdaderas piezas teatrales, es decir, las efectivamente realizadas.

En ellas hay bitácoras personales, compost común, autoría disuelta, una cabeza de Medusa compuesta de alianzas teatrales basadas en la complicidad y la confianza. Sobre los procesos creativos que estas carpetas, reinas del caos, contienen, escribiré en los párrafos que siguen, apoyándome de la experiencia de Las Primeras Armas (pieza teatral coescrita junto a Alejandra Artigalas, Karen Halty, Luciana Lagisquet, Matilde Nogueira y Camila Sanson) y de Doméstica Realidad (pieza teatral coescrita junto a Natalia Burgueño, Sofía Espinosa, Etelvina Rodríguez y Camila Sanson).

 

Bitácoras

Cuando llega el momento de fijar en la escritura lo trabajado en la escena, casi nunca se parte de la página en blanco, porque las bitácoras contienen un conjunto variopinto de textualidades fragmentadas y de imágenes irradiantes. Las bitácoras suelen comenzar por ser un acervo individual, desde el inicio abierto al resto del equipo, donde se recopilan referencias y fuentes de inspiración personales en relación con las primeras discusiones, intuiciones, asociaciones que elaboramos en equipo.

Ese punto de partida es el primer desafío a la autoría y a la propiedad de lo escrito que implica la escritura colectiva. Es, en cierta forma, una invitación a disolver la individualidad contenida en la firma. Pienso en la conferencia de Michel Foucault publicada bajo el título ¿Qué es un autor?, donde analiza el estatuto del autor y su desaparición en la escritura contemporánea. Lo que habría que hacer, reflexiona Foucault, “es localizar el espacio dejado así vacío por la desaparición del autor, escrutar el reparto de las lagunas y de las fallas, y acechar los emplazamientos, las funciones libres que esa desaparición hace aparecer”.  Acechar esas funciones libres que aparecen en plural cuando desaparece quién escribe en singular. Algo de eso intentamos en estos procesos, aunque las dificultades nos acechen a nosotras. ¿Qué hay de propio y qué de ajeno en ese material? ¿Qué de eso que cada una coloca en su bitácora puede ser usado, tergiversado, modificado, incorporado por el resto?

En Las primeras armas, por ejemplo, quisimos trabajar sobre la pertenencia a un lugar, materializado por una casa (real) que estaba en vías de desaparición (reales). ¿Cómo esa casa y las historias que la habitaban, parte del material íntimo y familiar de una de las actrices, podía ser incorporado por el resto del equipo para hablar de sus lugares de anclajes, de sus puntos de referencias, de sus duelos personales? ¿Cómo construir a partir de la casa real, individual, una casa ficcional, colectiva?

 

Compost

El compost es el paso siguiente, materiales en descomposición, abono para la composición del relato. En él se encuentran restos de las bitácoras y también elementos nuevos que surgen en los ensayos, a través de las improvisaciones y de las diferentes consignas de creación escénica que van resolviendo las actrices. Es el resultado del encuentro de una tríada compuesta por los primeros apuntes, los cuerpos actorales y el espacio. En este sentido es el primer producto propiamente teatral.

Aquí la autoría individual debe ser finalmente abandonada en la medida que las nuevas textualidades que surgen en escena son difícilmente “individuales”, incluso cuando se trata de un soliloquio, estos tienen sentido y pertinencia en relación con los otrxs.

Una analogía con la sociología puede servir de ejemplo. El concepto de “campo”, propuesto por Pierre Bourdieu, invita a pensar ciertos espacios sociales como espacios relacionales, donde las personas se definen en función de las otras y sus posiciones dentro de ese espacio se establecen en un juego de afinidades y de tensiones respecto a las otras posiciones.

Me gusta entonces pensar la escena a partir de esta noción sociológica, un plateau como espacio relacional, donde desde el inicio cada personaje se configura en torno a los otros, ya sea en presencia o ausencia de éstos.

El compost como material implica entonces la descomposición de todo eso que antecede a la escena para volver a componer. Este movimiento de descomposición-composición oscila entre la organicidad (esos instantes donde algo cierra para todo el equipo de forma intuitiva y contundente) y la negociación conflictiva.

Ese conflicto se encuentra minado por preguntas desestabilizadoras: ¿El producto refleja lo que pienso? ¿Qué tanto me identifico con lo que se está escribiendo? ¿Yo hubiese escrito esto de esta manera? No, seguro que no, y en esa toma de conciencia está el primer indicio de la emergencia de una escritura que es sólo propia en la medida en que es colectiva.

La filigrana que se va generando, ensayo tras ensayos y fijando a través de grabaciones y de transcripciones, es de una naturaleza extraña. Nadie la reconoce como propia (de hecho, siempre aparecen elementos que generan resistencia o rechazo por parte de algún miembro del equipo), pero al mismo tiempo es algo cuya “propiedad” no es sino compartida. El desafío aparece en el momento de asumir un producto que no es específicamente de nadie y a la vez es de todas.

En Doméstica Realidad, por ejemplo, una pieza teatral donde quisimos explorar la relación de las mujeres con el trabajo doméstico, implicó para cada una, ya sea desde la actuación o desde la dirección, manifestar decisiones discursivas y posicionamientos, y confrontarlos a aquellos de las otras. La unidad, si es que se logró, surgió de esa colisión de puntos de vista.

 

Autoría disuelta

El texto teatral es lo último que se fija, porque las decisiones (temáticas, estéticas, narrativas) responden a una escritura escénica y no a una escritura textual strictu sensus. Volviendo al caso de Doméstica Realidad, lo que priorizamos para tratar el tema fue el conflicto de clase. Visto que éramos todas mujeres, más que trabajar en la feminización de dichas tareas, decidimos trabajar en las formas de opresión y de dominación que estructuran este universo, y también, en las retóricas políticamente correctas para eludir las contradicciones que esta organización desigual nos generan a nosotras mismas en nuestras cotidianidades.

Este proceso y las decisiones que se fijaron en la escritura final y estructuraron la pieza que finalmente se mostró, fueron tomadas en la escena. En definitiva, usamos la escena para tratar de responder teatralmente a preguntas políticas y filosóficas que nos asechaban como mujeres y como grupo.

Nunca estamos del todo seguras de los resultados, de la unicidad del relato que logramos, de la solidez de la estructura dramatúrgica. Los textos aparecen como pruebas y en la elaboración de esas pruebas, nosotras mismas nos ponemos a prueba. Lo interesante, que se traduce en la honestidad del resultado, es el proceso. Tanto para la preparación de Las Primeras Armas como para Doméstica realidad, leemos, estudiamos y discutimos mucho entre nosotras. Esto hace que todas seamos mas o menos responsables de alimentar el compost y compartimos esta suerte de autoría disuelta de los textos finales.

Como directora (ojalá algún día surja una palabra que logre suplantar ésta tan obsoleta),  trabajar de esta manera supone relativizar las jerarquías habituales que se dan entre la dirección y el elenco. Todas somos “autoras” del lenguaje escénico, todas conscientes del discurso, sin bien, cada una ocupa un rol específico en el proceso.

Estoy convencida de que si hay algo que nos permitió llegar a hilvanar con cierta coherencia un discurso escénico en estos dos proyectos es que hablamos mucho entre nosotras, que estamos constantemente compartiéndonos información, contraponiendo nuestros puntos de vista, colectiva y horizontalmente. De esta forma, escribir a varias manos es crear una suerte de polifonía, que invita a subvertir la imposición dogmática del “uno”, explorando en los resortes de la construcción de sentido escénico colectivo.

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Imagen: Proceso Doméstica Realidad, Montevideo, Uruguay. Ignacio Dansilio.