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¿Crisis en el teatro?

 

“Un artista es una especie de boy scout de signo negativo. No es el que ayuda a una persona mayor en una calle muy transitada a llegar a la otra esquina, sino el que toma a la persona, la lleva, y cuando está a mitad de la calle, la suelta. Esa es la tarea del arte. Hacer que las personas entren en crisis”[1].

 

 

Eso es lo que decimos: que el teatro está en crisis, que los teatros están en crisis, las compañías de teatro están en crisis, el financiamiento está en crisis, el valor del trabajo está en crisis. Lo escuchamos a diario las y los teatristas. Crisis. Vivimos en crisis. Pero, ¿podemos realmente vivir en crisis?

En medicina se habla de crisis cuando un paciente en estado crítico sufre un agravamiento de su condición, poniendo en riesgo su vida. No es que esté en permanente crisis, es que a causa de su debilitamiento se espera un desenlace fatal.

Y así es como opera la crisis: como una interrupción de lo dado, como un distanciamiento con lo real. La crisis vacía de sentido lo que antes nos era habitual. Luego, esperamos que un nuevo sentido arribe significando la vida nuevamente. En cambio, vivir en crisis implica no solo aceptar vivir constantes interrupciones de la realidad, sino hacer de la interrupción misma la totalidad de la realidad. ¿Es tal cosa posible? ¿Se puede vivir en la interrupción? ¿Se puede vivir en la excepcionalidad?

Las y los teatristas nos hemos vuelto expertos en vivir en crisis. Se trata, en cualquier caso, de una pretensión global. Hoy incluso dibujamos metáforas para aceptarla. La astrónoma chilena María Teresa Ruiz tiene una frase notable: “Para que una estrella nazca, hay una cosa que debe suceder: una nébula gaseosa debe colapsarse. Así que colápsate. Desmorónate. Esta no es tu destrucción. Es tu nacimiento”.

Pero entre aceptar una crisis y aceptar la idea de vivir en crisis hay, -a propósito de astronomía-, un universo de diferencia. Ruiz todavía la dibuja como una excepcionalidad. En cambio, vivir en crisis significa aceptar su normalidad. Entonces, la crisis se nos vuelve familiar: su extrañeza ha sido sustraída. Y sin la extrañeza, lo que queda –y de lo que se trata vivir- es de remontar permanentemente un contexto ya inevitable, de dar el ancho a una exigencia cotidiana, de sobrevivir el día a día empeñando la libertad para ello.

Durante las últimas décadas este discurso no ha hecho más que mitificarse bajo una nefasta retórica economicista: sin crisis no hay creatividad, sin creatividad no hay cambio, sin cambio no hay progreso, sin progreso no hay desarrollo y sin desarrollo no hay chorreo. Desde esta perspectiva precarizar la creatividad y asumir la crisis como forma de vida parece incluso un mandato social.

La cuestión que ha movilizado esta entrada mínima tiene que ver precisamente con eso: preguntarse por el modo en que hemos aceptado el vivir en un estado de crisis, es decir, de vivir la excepcionalidad como norma, y finalmente, como impostura estética (una aséptica estética de lo extraño) que anula la verdadera singularidad de la crisis.

En esto consiste la naturalización de la crisis en el teatro: un modo silencioso de aceptación de la violencia sobre la práctica artística y laboral, día tras día, como esperando que algo distinto ocurra, sea un apocalíptico fin de partida o un milagro.

[1]  Sergio Rojas: «la tarea del arte es que las personas entren en crisis».

 Imagen: There Will Be No Miracles Here (2006), Nathan Coley.

Actor, Universidad Mayor. Magíster © Teoría e Historia del Arte U. de Chile.