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Otra vez el argumento a la pobla (y otras ocho malas ideas)

A propósito de un fenómeno reiterativo a la hora de sostener discusiones disciplinares, Sebastián Pérez escribe este texto donde repasa algunas malas ideas…

 

“hay que tener la mente abierta,

 pero no tanto

como para que se te caiga el cerebro”

Richard Feynman

 

Mike Godwin es un abogado estadounidense conocido por crear una ley que afirma que las probabilidades de que en una discusión se mencione a Hitler o los nazis aumenta conforme se prolonga la discusión. Cada cierto tiempo recuerdo esta ley porque en el mundo del arte se podría establecer una regla similar a la hora de argumentar en discusiones artísticas. Un enunciado de este tipo diría algo más menos así: mientras más tiempo se prolongue una discusión artística específica en un espacio público, las probabilidades de que se hagan ataques ad hominem, es decir, que se esgriman argumentos para desacreditar al hablante por ser quien es y no por lo que dice, aumentan.

Creo que esto está directamente relacionado con la incapacidad poco reconocida del medio artístico para sostener discusiones abiertas. A ratos me parece que el hecho de que algunas discusiones se den en círculos reducidos es más consecuencia de esta incapacidad que de un ánimo segregador. Y esto es un problema mayor pues si realmente lo que se quiere es ser crítico con el presente -principio que casi todos valoramos y decimos practicar-, es una muy mala idea atacar al mensajero por su forma de hablar o su origen social. Además, se trata de una actitud deshonesta que en última instancia procede igual que las retóricas falaces utilizadas por gente como José Antonio Kast o un Trump.

Por eso aquí repaso 9 malas ideas para discutir con alguien en el campo artístico, pero creo que también aplica para la vida en general.

1. Pretender que siempre te hablen simple y bonito

Quizás la acusación más clásica que se le hace a los discursos disciplinares más especializados es que hablan un dialecto rebuscado e ininteligible para la mayoría. El campo del arte suele ser un lugar donde recurrentemente se levanta la exigencia de hablar «en simple». Cualquier cosa que no sea de fácil absorción es considerada como relamida, decorada, artificiosamente difícil, etc.

Pero afirmar que el arte siempre debe hablar un lenguaje simplificado es una demanda injusta para el propio sector. ¿Por qué el arte tendría que hablarle a todos y ser de fácil entendimiento? ¿Por qué no puede crear a partir de su propia especificidad disciplinar?

Hoy no existe disciplina que no tenga discusiones internas con mayores o menores grado de especificidad. Por ejemplo: si voy al doctor a medirme el colesterol, puedo esperar que el doctor allane el lenguaje médico lo suficiente como para entender qué es eso, cómo me afecta y qué hacer para mejorarlo. Así, él me hablará de “colesterol malo” en vez de decir “lipoproteínas de baja densidad”. Ahora bien, si el mismo médico escribe un artículo científico sobre el efecto de tener “lipoproteínas de baja densidad por sobre 200 miligramos por decilitro a los 25 años” no va a usar palabras como “colesterol malo”. Seguramente usará el lenguaje técnico propio de su especialidad y a través de este dialogará con sus pares.

Pensemos ahora que ese artículo será publicado en una revista de divulgación científica. Entonces el ejercicio del médico y su editor tendrá que ver con allanar el lenguaje lo suficiente para facilitar la comprensión del lenguaje más técnico, pero no tanto como para adelgazar el sentido de lo que se está diciendo y el propósito de la investigación. Habrá entonces que buscar una correlación entre la simplificación del lenguaje y el no adelgazamiento del sentido de lo que se dice, todo en atención a la línea editorial del medio y cuánto interés tenga en que dicho artículo sea más o menos simple en su entendimiento.

Lo que no puede ocurrir en ningún caso es que se deje de usar los conceptos mínimos. Es decir, yo no le puedo pedir al doctor que ya no use la palabra “colesterol” “arteria”, “cuerpo”, porque no las entiendo. O bien, le puedo decir, pero entonces muy probablemente se fracture la comunicación. Para lograr entendernos, ya sea como paciente, usuario, lector o artista, tengo que hacer el esfuerzo de conocer ciertas definiciones aunque sea en términos generales.

Al ser consultado por las críticas más habituales que se le hace al arte contemporáneo, específicamente respecto a sus niveles de complejidad formal y discursiva, el filósofo Sergio Rojas afirmó: «a mí no me entusiasma el fútbol así que cuando escucho a colegas analizando la campaña de la selección chilena yo no entiendo nada, quedó excluido de esa conversación. Para mí esa conversación es elitista así como para otra persona puede serlo sobre tango o jazz moderno y se siente excluida. Se sentirá excluida mientras no esté dispuesta a hacer el trabajo para ingresar ahí hay que informarse de ciertas cosas, estar al tanto»[1].

En este sentido, la exclusión no es un acto unilateral. Existen prácticas poco reconocidas de autoexclusión de espacios. Es por ello que el hecho de que un texto, una investigación o una puesta en escena sea más ininteligible que otras, no es motivo suficiente para sancionarle por “elitista”. Y en general, pertenecer a una elite no es motivo suficiente para sancionar. Hablaré de esto en el apartado “ser cuico”, pero lo que convendría aclarar acá es que el arte es en general una práctica de elite no por la procedencia social de los artistas, sino porque ha desarrollado su propio campo disciplinar con una larga tradición, amplias discusiones teóricas y múltiples tipos de prácticas artísticas. Por eso es un disparate afirmar que hacer teatro de manera profesional hoy es simple.

Quienes insisten en esta idea así como quienes afirman que el arte debe hablar siempre en simple son el principal problema del anquilosamiento estético del teatro. Su discurso reaccionario y conservador es enemigo del conocimiento pues embrutece a las mentes, lo que es especialmente complejo cuando afecta a personas que recién comienzan a formarse profesionalmente.

2. Recurrir al argumento de la pobla

8 de cada 10 personas que acusan el uso de un lenguaje “rebuscado”, suelen terminar recurriendo al argumento de reducción a la pobla. Esta forma específica de falacia ad hominem consiste en desacreditar al hablante por no ser lo suficientemente de la pobla o bien, por carecer de vínculos y credenciales que lo legitimen en la pobla. Claro que para usar bien este argumento se requiere conocer la biografía de quien se cuestiona pues si éste marca más puntos en poblamómetro, la falacia se devuelve y/o desactiva.

Existen dos tipos de personas que invocan este argumento: el que vive en «la pobla» y el que no. Indistintamente de quien sea, en ambos casos la consecuencia es la estetización y romantización de la pobreza, como si ser pobre fuera una suerte de virtud cristiana. Como si ser pobre fuera algo deseable.

En el primer caso la persona cree poder sostener este argumento por vivir precisamente en “la pobla”, como si eso garantizara la infalibilidad de su punto de vista. El rapero de micro que lanza consignas de sentido común sobre el gobierno, los medios de comunicación, etc., es un buen ejemplo. Ahora bien, como la fortaleza de un argumento no depende del lugar de origen del hablante sino de la coherencia y cohesión lógica entre premisas y conclusiones, más temprano que tarde las consignas que antes nos hacían sentido nos terminan resultado obvias y predecibles.

El segundo tipo de persona es básicamente un abajista. El abajismo es una forma de clasismo solapado y discriminación “positiva” que da por hecho que las clases sociales más bajas no entenderán algo que ella/él sí, razón por la que se arroga el derecho a hablar en nombre de “la pobla”.

El abajista es una especie de converso, por eso hace actos públicos de demostración de su nueva fe sacando en discusiones el comodín de la reducción a la pobla cada vez que puede. Así legitima subirse al pony moral que se compró para mirar desde arriba al mundo. El/la abajista es una suerte de batman: un sujeto en posición acomodada que despliega su discurso progre como credencial para demostrarle a sus pares que él/ella tiene conciencia social y seguramente, más que el resto.

Y por eso mismo el abajista es también un cínico: defiende públicamente algo que en su vida privada no vive y que ni a palos viviría.

3. Desacreditar a alguien por no “tener calle”

Primohermana del punto anterior, el argumento de “no tener calle” pretende invalidar al hablante asumiendo que este carece de contacto con la vida real y el mundo cotidiano. Es otra falacia ad hominem que requiere, tal como en la reducción a la pobla, conocer algo de la biografía de quien se critica. Quien la utiliza pretende sostener que solo quien demuestre vínculos con la calle, está autorizado para hablar. De este modo romantiza una idea difusa de “calle” que inhibe pensar su potencial político pues asume que por el solo hecho de ser calle, es moralmente superior. Ergo, quien tenga más calle es más moral.

Evidentemente no es cierto que quien tenga «más calle» tiene mejores razones y argumentos. Tener calle es tener un tipo de conocimiento empírico que puede no ayudar en nada frente a otro tipo de discusiones que implican algo más que experiencia cotidiana.

4.Desacreditar a alguien por ser cuico

Uno de los argumentos más repetidos a la hora de desacreditar a alguien de parte de las y los artistas es acusar pertenencia a una elite. Ser cuico es motivo suficiente para desacreditar un trabajo, una carrera, una trayectoria. Claro que este argumento tiene un doble rasero moral, porque hay ciertos cuicos de origen que si son aceptados y hasta aplaudidos, por ejemplo, curas que se fueron a vivir, vaya sorpresa, a la pobla.

Egon Wolff sufrió este tipo de discriminación por su apellido y su aspecto prusiano mientras trabajaba con Víctor Jara en Los Invasores el año 63’. El partido Comunista, donde Jara militaba, no veía con buenos ojos que un burgués hablara de pobreza. Adivinen qué hizo Jara: estrenó la obra igual. Los años se encargaron de darle el lugar y el reconocimiento a la obra y al trabajo de Wolff como dramaturgo.

Bajo una interpretación históricamente infantil de la política, de la lucha de clases, de la población, la pobreza, de la calle, del teatro callejero, del teatro político y más, cuesta aceptar que las clases acomodadas puedan hablar de conflictos sociales y otras hierbas. Pero abundan en la historia abundan los casos de filósofos, teóricos y artistas burgueses que influenciaron y cambiaron para siempre las prácticas de sus disciplinas.

Frente a la discusión de la horrorosa desigualdad estructural chilena resulta pertinente notar la condición de privilegio de ciertos sectores acomodados. De acuerdo. Pero la validez de un discurso artístico depende de las capacidades del artista de sostenerlo, más que de su lugar de origen.

5. Reducir todo al ego

Es habitual escuchar en el teatro la frase “batalla de egos” para referirse a una discusión entre pares. Así, al final toda discusión es “batalla de egos”. Hasta sirve como un comodín cuando no se tiene nada muy claro que decir. Con los años he llegado a alojar la certeza de que el verdadero problema es no poder entender una discusión como otra cosa que un problema de egos, porque esto no es más que otra forma de despolitización: como no logro mapear políticamente lo que está sucediendo, asumo que es un problema entre individuos y no una discusión en la que puede que tengamos algo en común.

Habría que notar lo siguiente: un ego gigante enfrentado a una discusión disciplinar es un problema menor. Con los egos se puede lidiar, con la despolitización no. Misma cuestión ocurre cuando se entiende cualquier disenso, discusión o debate disciplinar como una mera “pelea”: lo que hay es miedo al disenso, a que te cuestionen, a equivocarte en un punto.

Por eso para algunos siempre es más fácil tomar palco y mirar sin comprometerse con nada, haciendo uno que otro comentario ingenioso en redes sociales.

6. Abrir falsos dilemas

Así como el gobierno crea falsos dilemas entre cuidar la salud y la economía para justificar el retorno a la normalidad neoliberal, en el propio mundo del teatro también hay gente que se esfuerza por crear falsos dilemas para defender sus posicionamientos morales. Un falso dilema habitual que aplica para casi cualquier ocasión en el teatro es el que nos obliga a escoger entre si seguir discutiendo cuestiones disciplinares que a nadie le importan o si nos vamos a preocupar del presente precario de las artes escénicas, como si fueran cosas excluyentes, como si no se pudieran hacer las dos cosas a la vez.

Este falso dilema es muy utilizado junto a la reducción a la pobla y son ambos dos tipos de falacias regalonas del abajismo.

7. Ponerse moralista

He afirmado antes que ciertas expresiones de teatro político me parece que en realidad son teatro moralizante que despolitiza ahí donde dice ser crítico. Pues bien, hay una legión de artistas que ahí donde cree estar siendo político, es puramente moral, haciendo juicios de valor sobre las cosas como si se tratara de un litigio entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo que me gustó y lo que no me gustó, etc. Así interpretan el mundo, por lo que no es extraño que cuando aparece un artículo como el de Manuela Infante donde se problematizan los efectos del teatro por streaming, lo que ellos/ellas leen es que Manuela Infante está haciendo lo mismo que ellos/ellas: un juicio de valor que niega la condición de teatro del teatro por streaming.

No importa que ella diga literalmente en su artículo “no digo que el teatro por streaming o el Teatro Zoom no sean teatro. Sino que intento responder a la pregunta ¿Qué hacen?” porque muy probablemente no les interesó leerlo. No es necesario leer ni comprender nada para hacer un juicio de valor. Esa es la gracia del moralismo, se necesita solo a sí mismo.

Llevamos demasiado tiempo operando en clave moral: todo nos indigna, todo es inaceptable, si no estoy de acuerdo contigo me voy, si no es a mi estándar te reviento, si te leo algo que no me parezca te insulto desde la impunidad que ofrecen las redes sociales.

8. Revistear

Las y los artistas tenemos un marcado interés por la contingencia. Nos interesa estar al día. Esto podría ser en principio deseable, pero genera una consecuencia no muy positiva cuando se mezcla con otro factor: la excesiva predominancia de los contenidos por sobre la reflexión formal/material de la obra de arte. Entonces sucede que todos los esfuerzos se orientan a decir cosas contingentes e informadas con las obras, pero haciendo más menos lo mismo de siempre.

Mientras escribía este texto un colega me comentó que a este fenómeno el profesor y escritor Guillermo Machuca le llamó “el revisteo”. Revistear es pasear por temas para ponerse al día. El problema es que el artista pronto asume que su trabajo es estar informado e informar, tal como si fuéramos periodistas.

Y un problema secundario a la predominancia del contenido, además del consumo de información obsolescente, es la ausencia de lecturas que problematicen formalmente la práctica artística. Como basta con estar al día, parece innecesario e indeseable lo otro.

9. Ponerse antiacadémico

Hay varias hipótesis con las cuales especular la aversión que se le tiene a la academia y la teoría. Mi favorita por ahora es la que afirma que como la práctica teatral, pese a entrar en la universidad hace más de 80 años, siempre se entendió en la lógica del maestro y el alumno donde la transmisión de conocimiento era lineal, sin disensos ni problematizaciones de los conocimientos traspasados. Que desde hace un tiempo hasta hoy hayan aparecido “los teóricos” con su «jerga» a pensar los efectos de las prácticas y revolver el gallinero, no parecía algo deseable. Porque además, el teórico no hace, solo piensa. Y es sabido que es mejor y más deseable ser hacedor que un pensador.

Ser un mal creador sería para mí mucho más estimable que ser un buen crítico”, afirmaba el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro décadas atrás. Creo que representa la visión de toda una época sobre el ejercicio crítico y reflexivo.

El estigma sobre la teoría y la academia se propaga como incendio forestal en verano gracias a la combinación de todos los puntos anteriores a los que me he referido en este artículo. Todos juntos suman un listado de nueve malas ideas para enfrentar una discusión disciplinar, no solo porque son argumentos relativamente fáciles de desactivar, sino porque no aportan en nada a tener una discusión argumentada.

Actor, Universidad Mayor. Magíster © Teoría e Historia del Arte U. de Chile.