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Una Coleman: testimonio de una asistente de dirección

Desde Buenos Aires Macarena Trigo escribe en Hiedra para compartir un relato que releva y revisa la figura de asistente de dirección, configurando un registro testimonial a partir de su «ser una Coleman».

 

 

Macarena Trigo
Poeta, actriz, directora, dramaturga y docente.
Asistente de dirección de La omisión de la familia Coleman

 

El 8 de marzo del 2020, en el Teatro Estudio de la Plata, tuvimos la que resultó ser, hasta el momento, nuestra última función de La omisión de la familia Coleman*. Fue doble función, añadimos otra por entradas agotadas. Nuestra decimosexta temporada comenzaba del mejor de los modos. Después de cinco años en la calle Corrientes íbamos a regresar a Timbre 4 en abril. Volvíamos a Boedo, el barrio donde comenzó todo.

Si algo probó La omisión… es que cada temporada trae algo impredecible. Celebrábamos diez años cuando creíamos despedirnos con una temporada comercial en Buenos Aires, sin embargo, aquella resultó ser solo la primera de una nueva etapa de cinco años en el circuito comercial.

El plan era regresar a Boedo, pero pandemia.

Nuestra decimosexta temporada quedó trunca y este es el primer año que no estamos en cartelera después de más 2500 representaciones. Decir que se siente extraño es decir nada. Estrenamos en agosto de 2005 y nunca paramos. Temporadas larguísimas en Buenos Aires con cuatro y cinco funciones semanales, festivales, giras, varias temporadas en Madrid, una en Barcelona. Mientras se construía la nueva sala de Timbre 4, no hicimos funciones en capital, viajamos durante meses. Recordarlo ahora provoca una sensación dolorosa. Hace unas semanas leíamos que varias de las salas que nos recibieron en Francia e Italia estaban tomadas por sus trabajadores a la espera de algún cambio en las políticas culturales.

No sabemos cuándo volveremos a viajar, pero es claro que las condiciones nunca serán las de entonces. Tampoco sabemos cuándo volveremos a hacer funciones. Nuestra puesta no se adapta fácilmente al protocolo escénico vigente. Un elenco de ocho personas, mucha proximidad física, una convivencia intensa… No, no sabemos cuándo volveremos.

Me incorporé como asistente de dirección el día en que el elenco leía el texto completo por primera vez. Estuve en cada ensayo de los cuatro meses intensivos antes del estreno. Entonces no tenía idea de cuáles eran las tareas de un asistente, pero estaba dispuesta a aprender sobre la marcha. Suponíamos que aquella aventura duraría apenas unos meses. Yo estaba con pasaporte de turista, de camino a otra vida a la que no llegué nunca. Después de las primeras funciones, mientras levantaba la utilería, lagrimeaba pensando que aquello era lo mejor que había hecho en mi vida y mis amigos, en España, nunca lo verían. El tiempo no me dio la razón. Tres años después conocería mi país como nunca hubiera imaginado: en gira nacional.

La omisión… fue una producción independiente de bajo presupuesto, el primer texto de su autor, Claudio Tolcachir, un experimento anclado al espacio escénico donde se ensayó y estrenó, alimentado por el deseo de que esos actores dieran lo mejor de sí. Diecisiete años después es fácil mirar atrás y entender que su dramaturgia no solo resulta atemporal – el teléfono inalámbrico es el único elemento que nos ubica en un pasado reciente – sino que sus personajes y el conflicto resultan inagotables y trascienden muchas fronteras culturales. Pero no alcanza con eso para entender su continuidad, para explicar al público reincidente, ese público que regresaba acompañado y que, sin duda, es cómplice de nuestra perseverancia.

No hubo un año en el que no me preguntara por qué seguía trabajando en la obra. La asistencia de dirección puede convertirse en algo monótono y, a la larga, estéril. Dicen. Intuyo. Supongo. No tuve esa desgracia. Cada temporada trajo desafíos nuevos y ese es un factor clave: sentir que hay algo que aún no pasó, ir siempre un poco más allá. Un más allá que puede darse en las sutiles diferencias que solo el paso del tiempo permite explorar en profundidad.

Éramos un grupo sin experiencia en festivales o giras internacionales. Aprendimos en el mientras, en el camino. Juntos. Cuando entendimos que la obra podía y debía adaptarse a cualquier otro espacio escénico para viajar, aparecieron recursos que potenciaron aspectos teatrales que no tenían lugar en la puesta original – el uso del espacio fuera de escena, las sillas a la vista donde los actores se cambian de ropa y esperan, etc. -; descubrimos que en cada sala palpitaban posibilidades impensadas – el fondo despojado de una sala en NY, las hojas de los árboles que aparecieron en Rouen, un salón de actos en medio de un campo colombiano… -; aprendimos a subtitularnos y a incorporar ese elemento como una constante en la puesta, estuvimos en teatros clásicos, auditorios y salas chicas donde nos sentíamos como en casa; ensayamos reemplazos toda vez que fue necesario.

También, y sin duda es lo más importante, aprendimos a querernos entendiéndonos en el trabajo. Nos convertimos en grupo estable en esa intensa intimidad que los viajes propician. Nada como tres meses con una valija y diez personas para ejercitar la humanidad. Los tiempos, el humor, las manías, las necesidades, los temores, las búsquedas personales. En medio de las giras, la vida se intensificaba: enfermedades, parejas, embarazos, nacimientos y, sí, la muerte.

Nuestra ficción se mantenía intacta mientras la realidad mutaba en ocasiones a una velocidad inenarrable. En algún momento entendimos que éramos Coleman. “Los Coleman” eran los personajes amados que nos habían llevado por el mundo, pero nosotros éramos Coleman, su esencia. Teníamos lo mejor y lo peor de cada uno de ellos. Podíamos reconocerlo sin espanto y reírnos en la cena donde, increíblemente, a menudo nos descubríamos hablando de la obra.

El teatro llegó a mi vida cuando tenía ocho años. Desde entonces, la salvó de todas las maneras imaginables. La omisión de la familia Coleman fue mi escuela de asistencia de dirección, pero también fue la obra que me permitió reconciliarme con la actuación y un espacio de formación único desde el que tuve la singular experiencia de observar el crecimiento desmedido de un elenco que, año tras año, defendió y renovó a sus personajes.

No es fácil entender que la función no se repite. Parece una obviedad, pero no. El teatro es frágil, todo atenta contra lo que sucede en escena – un ruido al fondo, una luz se quema, un celular suena, alguien se descompone en platea – y los actores están ahí, disponibles, atentos a que cualquier accidente se transforme en algo, cualquier cosa que no impida que la magia continúe. Porque de eso se trata. A eso juega el teatro. Público, acomodadores, elenco, técnicos, productores, todos hacemos lo imposible: creer que durante el tiempo que dura un espectáculo, cuanto allí ocurre, no solo pasa, sino acontece, nos sucede. No vamos al teatro a ver una obra, sino a experimentar algo. Buscamos la posibilidad de salir de ahí modificados, revueltos, indecisos, deseosos. Salir con ganas de más.

La ausencia de teatro que estamos padeciendo hace año y medio repercute en todas partes. El mundo es un lugar más horrible, si cabe, sin las salas que hemos perdido y sin el trabajo de quienes pueden obrar el prodigio de hacernos creer y desear que la vida sea algo más. El teatro no tiene ninguna obligación. No enseña nada y no sirve para nada específico. Pero es una de las pocas formas que encontramos para recordar que todo puede ser distinto. Ni mejor ni peor. Distinto. Como creadores trabajamos para que esa posibilidad no cese. Somos un ruido de fondo, una molestia bárbara. Sabemos que las obras, con suerte, con mucha buena suerte, son un grupo de personas que se eligen entre sí para intentar eso: insistir en que todo (o algo) puede ser distinto.

Una y otra vez lo intentamos. Una y otra vez, nos elegimos.

No sabemos cuándo volveremos al teatro. Quizá nunca tengamos nada parecido a lo perdido. Espero y deseo que quienes hacen el teatro posible, donde quiera que estén, encuentren y elijan a su familia para volver. Para insistir.

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*La omisión de la familia Coleman: Elenco en 2020: Jorge Castaño, José Frezzini, Tamara Kiper, Inda Lavalle, Cristina Maresca, Miriam Odorico, Gonzalo Ruiz, Fernando Sala. Iluminación: Ricardo Sica. Producción: Maxime Seugé, Jonathan Zak. Texto y dirección: Claudio Tolcachir.

Imagen: portadas prensa La omisión de la familia Coleman.