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Carta Abierta: Neoliberalismo arte y función social

Carta Abierta es un espacio de publicación sin edición para dar espacio a la expresión de opiniones respecto a la actualidad y otros acontecimientos informativos por parte de nuestros lectores.

 

A propósito del comentario publicado por Marco Romero en Carta Abierta que invita a discutir una serie de nociones que hemos desplegado en Hiedra a través de los años, me permito contestar algunas de sus afirmaciones refutando diversos presupuestos conceptuales.

La discusión en torno al neoliberalismo es amplia y corre de izquierda a derecha, desde el marxismo clásico al ordoliberalismo, por lo que habría que ser cauteloso a la hora de afirmar que se trata de un asunto resolvible con algo de curiosidad, cinco minutos de reloj y una crítica a la crítica citando definiciones etimológicas. Saltarse, o peor, zanjar debates a través de la desestimación de nociones y conceptos complejos puede conducir a un error.

En el campo de la filosofía, la política o el arte hay ciertas nociones difíciles de asir y delimitar. El neoliberalismo es una de ellas. Por lo pronto, intentar elaborar definiciones rígidas, invariables y universales frente una realidad líquida, variable y situada, parece un despropósito. De ahí lo fundamental de elaborar marcos conceptuales recortados temporal y espacialmente que persigan efectos de relaciones más que definiciones unívocas. Esto tiene consecuencias, sí, como el percibir que algunas definiciones podrían ser cualquier cosa (la “absurda elasticidad” de la que habla Marco), pero eso, en tanto se trata de una percepción, no debería desalentar la tarea reflexiva.

Una segunda cuestión que revisar es la suposición de que la crítica respecto de algo ha de generar como resultado una “propuesta” sobre lo criticado. Ni la filosofía ni el arte ni la crítica pretenden, a diferencia del campo de la política pública o la política a secas, generar una “propuesta alternativa sólida y viable que convenza a un sector mayoritario de la sociedad”, como espera Marco. Y no lo hacen pues sencillamente no es su rol ni su ámbito de competencia.

El rol de la crítica no es proponer ni decir qué hacer, sino analizar las condiciones de posibilidad de algo. La extendida confusión entre campos de acción disciplinar es antigua, pero todavía hoy termina por exigirle al arte o la filosofía lo que es propio de la acción política: habilitar las condiciones de posibilidad para un presente distinto al que hay.

Quisiera detenerme en este punto para ilustrar el punto: tiempo atrás, en un seminario sobre arte contemporáneo, el filósofo Sergio Rojas señaló lo que a su juicio fue un malentendido del reconocido historiador Eric Hobsbawn respecto de las vanguardias artísticas del siglo XX. Para el inglés, éstas habrían fracasado en su propósito de cambiar la relación entre arte y sociedad, despejando el camino para un arte de masas en el marco de una sociedad de consumo.

Para Rojas el propósito de las vanguardias no fue cambiar el mundo pues ya existía la consciencia de que este estaba siendo modificado por la técnica capitalista. En cambio, las vanguardias habrían buscado alterar los límites de la subjetividad aún decimonónica enfrentada a un mundo alterado en su temporalidad y concepción del espacio de la mano del desarrollo automotriz, radial, televisivo, médico, aeronáutico, etc.

Esperar del arte que genere “propuestas” alternativas al modelo o alguna suerte de acción política, es malentender su rol y confundir campos de acción. Adorno sostenía que la función social del arte es no tener función, lo que equivale a decir que si el arte cumple una función social es a condición no imponerla. El arte no está obligado a cumplir ningún mandato social ni tomar ninguna acción política. Mucho menos delimitar el marco económico-político en que deberíamos vivir. Solo el hecho de imaginar una escena donde Duchamp es interpelado por dedicarse a hacer readymade y no pensar un modelo alternativo al capitalismo fordista es sencillamente ridícula.

Creo que la gestión cultural tiende a confundir estas dimensiones, en parte, porque nació como una disciplina técnica cuyo objetivo consiste en administrar los recursos del campo cultural a través de la formulación de proyectos, encuestas y planillas de rendición financiera. El filósofo Boris Groys se refiere a este modo proyectivo de pensar el trabajo cultural (pero no solo cultural) en La soledad del proyecto: “se escriben evaluaciones, se calcula meticulosamente el presupuesto, se forman comisiones, se designa a sus miembros y se dictan resoluciones. Y un pequeño número de nuestros contemporáneos pasa su tiempo sin leer otra cosa que no sean propuestas, evaluaciones y presupuestos”.

Las lógicas productivas contemporáneas vuelven el campo artístico una constante proyección de ideas más o menos medibles y calificables. Esta pretensión de cuantificar los efectos del arte podría darnos la falsa idea de que el neoliberalismo es básicamente una teoría económica aplicada, una sumatoria de algoritmos, indicadores económicos y números. Pero no habría que dejar de notar que pensar el neoliberalismo hoy es pensar una racionalidad técnica que determina procesos de subjetivación específicos y modos de habitar el presente a escalas nunca antes vistas.

Y precisamente por el problema que suponen las escalas y magnitudes inéditas en que tiene lugar hoy el neoliberalismo con la globalización del capital y la informatización de las comunicaciones, es que intentar encuadrar y reducir el asunto a “capitalismo a la chilena” o “capitalismo bananero” (con el dejo colonial y las pretensiones de occidentalidad que esta frase hecha contiene) es un equívoco. Todavía hoy se intentan asociar características estructurales del modelo con características particulares de cada cultura o nación, como si la corrupción, la desregulación financiera que tiene lugar acá no esté sucediendo en otro lugar.

Se puede encontrar elementos diferenciadores y particulares del modo de funcionamiento del capitalismo en Chile, pero la nacionalidad no es indicador de ninguna cualidad o defecto específico del modelo. Estos son inherentes a su estructura basal. El resto es la reiteración de un lugar común que casi todas las culturas tienen, como cuando se dice que el chileno es flojo, mantra que se repite sobre los peruanos en Perú, los argentinos en Argentina, los mexicanos en México y así.

Para ir cerrando, Marco hace una lectura errada del vínculo entre la figura del artista y del emprendedor. La similitud entre la figura del artista y del emprendedor no pasa por que ambos estén dispuestos a vivir en condiciones precarias (¿quién estaría dispuesto a ello?). Lo central en la figura del emprendedor es que está dispuesto a vivir transitoriamente esas condiciones en la promesa de que mejorarán gracias a su trabajo que, liberado de las ataduras contractuales, se lanza proyectivamente al futuro esperando que baste el mérito para lograr sus objetivos.

Se trata de un relato teleológico anclado en el ideal moderno de progreso, pero ya desanudado de cualquier garantía social. De ahí que se emparente con la figura del artista, sobre todo en su variante romántica: un sujeto que ya en el siglo XIX pretendía la liberación de las ataduras de la mundanidad a través de un proceso de búsqueda introyectiva que daría como resultado, en algún minuto, la obra maestra.

Pero Marco es el que afirma que el mérito bajo este modelo no corre, por lo que el arribo del futuro soñado se vuelve un imposible. Lo que queda en cambio son las condiciones presentes de precariedad ya no como un momento transitorio, sino como un eterno trance. Por eso afirmo que el artista hoy debe hacer múltiples actividades para sobrevivir, recurriendo a redes de apoyo no estatales ni mercantiles pues estás sencillamente no están disponibles o son insuficientes para vivir.

Ahí donde estas redes de apoyo se activan para salir al paso de la precariedad del artista (pienso en una completada para financiar un nuevo estreno o un familiar que cuida a los hijos mientras hay ensayo), es posible afirmar que la carga económica mensual es asumida no por el Estado, -y ciertamente no por el mercado-, sino por estas redes que constituyen la sociedad.

No lograr diferenciar estas cuestiones y esencializar la discusión afirmando que mercado y sociedad son lo mismo, es un error conceptual más que habría que revisar. Hasta el propio Friedman separó estas cuestiones. Por lo pronto, son diversas las publicaciones en torno a la precariedad del trabajo creativo donde estas diferenciaciones están bien fundamentadas. Pienso en los trabajos de sociólogos y filósofos como Mauricio Lazzarato, Y. Moulier Boutang, David Harvey, Jaron Rowan, o en Chile, Carlos Ossa.

No se trata entonces de que la precariedad sea un daño colateral en países con “bajo nivel de desarrollo” (nuevamente otra mirada colonial). La precariedad es una condición operativa del modelo que se reproduce aquí, en Italia o en EEUU. Por eso no basta con “generar riqueza” como ingenuamente pretende el liberalismo económico clásico. Porque luego de generarla, se trata de preguntarse a quién le pertenece y cómo se distribuye.

Hoy asistimos a un contexto en que estas preguntas emergen con fuerza, no por la acción concertada de una crítica marxista como algunos insisten en querer ver, sino sencillamente por la constatación de que está “mal repartida la torta”, de que hay algo que definitivamente no anda bien. Esa percepción del agotamiento del modelo neoliberal ya sea en su versión progresista o conservadora es hoy, luego del estallido y el actual momento de la pandemia global, más clara que nunca.

Sería interesante ver qué posición toman quienes se autodefinen como liberales frente a este contexto de emergencia. Sea cual fuere esa posición, ojalá no reitere la tibia pero arrogante impostura de considerarse los defensores de la libertad y la democracia porque hasta ahora la avanzada neoliberal que ellos suponen es una mera discusión semántica, ha destrozado su propia idea de “democracia liberal” y ellos parecieran no acusar recibo.

Actor, Universidad Mayor. Magíster © Teoría e Historia del Arte U. de Chile.