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Carta abierta: «observaciones desde el liberalismo»

Carta Abierta es un espacio de publicación sin edición para dar espacio a la expresión de opiniones respecto a la actualidad y otros acontecimientos informativos por parte de nuestros lectores.

Marco Romero
Gestor Cultural

Luego de leer varias columnas de opinión en la revista Hiedra me atrevería a afirmar que una de las palabras ajenas al universo estrictamente teatral que más se repite es sin duda “neoliberalismo”. En mi opinión el concepto no está siendo utilizado correctamente, pero no me detendré en este punto puesto que bastan 5 minutos y algo de curiosidad para encontrar los orígenes de este vocablo y su significado.

Además, en países con una altísima calidad de vida, como por ejemplo Australia (país al cual regresé a vivir el 2011) también se utiliza “neoliberalism” de manera peyorativa al hacer alguna crítica a su sistema socioeconómico, por lo tanto, este es un segundo motivo para desechar esta definición tan elástica que absurdamente sitúa en la misma categoría a países que están en la actual cúspide del desarrollo humano, con Chile.

No hace falta distinguir entre cien tipos de nieve como los esquimales, pero llamemos a este engendro por lo que es: “capitalismo bananero” o “capitalismo a la chilena”. Inicialmente administrado por la aristocracia del país y a la que se sumó la clase política una vez recuperada la democracia, este sistema goza de fervientes detractores y defensores. Los que lo defienden son incapaces de señalar e impulsar los cambios y modernización que requiere y los detractores se dan un festín criticando las fallas originadas en prácticas corruptas y linchando en redes sociales a los abusadores, pero son incapaces de delinear una propuesta alternativa sólida y viable que convenza a un sector mayoritario de la sociedad.

Leyendo varias de las opiniones vertidas en este medio me doy cuenta que desde el mundo del arte tampoco hay propuestas, sólo la vaga esperanza que este “neoliberalismo” sucumba sin saber muy bien que tendríamos que hacer después. Quizás esa sea la razón por la cual sea más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo, como afirmó Zizek durante las manifestaciones de Occupy Wall Street. Las ideas que se oyen más a menudo son: impuesto a los super ricos, expropiar alguna área estratégica, más presupuesto para ciertas políticas públicas y el cambio de un estado subsidiario por uno solidario. Todo lo anterior son reasignaciones de recursos, pero no propone un nuevo modelo de desarrollo ni mucho menos un nuevo paradigma post-capitalista.

El economista Luigi Zingales fue bastante claro al decir que Chile no era un Country sino un “Country Club”. Es precisamente este clasismo enfermizo el que no ha permitido que opere uno de los requisitos fundamentales de cualquier sociedad próspera como lo es el manoseado pero imprescindible principio de la meritocracia. En la fértil provincia, como se ha visto con los casos de colusiones y financiación ilegal de la política, el que rompe no paga, los “empresaurios”, como los denomina el economista libertario Javier Milei, han capturado al estado a través de operadores políticos impidiendo el fortalecimiento de empresas más pequeñas y el surgimiento de nuevas.

Sin embargo, sería un grave error tirar el agua sucia, la bañera y la guagua por la ventana. Si este capitalismo chilensis ha conseguido logros imposibles de desmentir, pero ya no da para más, entonces hay que despojarlo de esta nociva “chilenidad” para que comience a funcionar de mejor manera y entregue los frutos que han podido cosechar los países más prósperos del planeta.

Conozco y comparto la difícil situación laboral descrita por Franco Beghelli que afecta a miles de personas en la comunidad artística. Un hecho que se puede constatar en cualquier país

(incluyendo aquellos de mayor desarrollo) es que los recursos que los gobiernos destinan a este sector son insuficientes para asegurar trabajos estables, indefinidos y bien remunerados. No menciono esto como consuelo del tonto, pero hay que advertir que el aporte del estado nunca podrá llegar a saciar el hambre de la “máquina de moler carne llamada mercado”, como se ha metaforizado.

Esta mandolina muele por igual un montaje bellísimo de Radrigán que un partido de fútbol o una parrillada. No tengo ningún complejo pseudointelectual que me impida disfrutar de estas tres actividades y aunque yo preferiría ir al teatro, encuentro legítimo que la mayoría prefiera comerse un costillar de chancho. Son esas decisiones individuales, fundamentadas en la información, respeto y libertad lo que sustenta el funcionamiento transparente y democrático de la economía de mercado.

Pero ¿cómo podemos modificar estas conductas para lograr que la oferta artística tenga mayor demanda? Existen variadas políticas públicas e iniciativas privadas para fomentar la actividad cultural y sería interesante discutirlas en profundidad. Ahora, si lo que se plantea como solución es una economía centralizada y dirigida desde el estado donde burócratas relevan la libre elección, entonces estaríamos frente a un debate inútil que el mundo desarrollado ya zanjó.

Efectivamente, en esta dinámica anárquica basada en las elecciones libres de las personas, las artes salen desfavorecidas, pero esto no es un menoscabo intencional que se quiera infringir a los artistas o al desarrollo cultural. Esto es simplemente el resultado de una sobre oferta en la sociedad. Este fenómeno castiga equivalentemente a cualquier individuo que se aventure a ofrecer algo para lo cual no hay demanda, pero bueno, se puede pensar legítimamente que no es pertinente comparar a un zapatero que ha quedado sin clientes producto de la masiva importación de zapatos chinos con una actriz que está interpretando versos sublimes en un teatro casi vacío.

Sería obsceno comparar el valor social y cultural que la actriz está entregando con el cambio de unas tapillas. La sociedad mayoritariamente asimismo lo ha establecido y por eso existen fondos concursables con dineros públicos destinados a proyectos culturales. Manuela Infante señala que en el actual contexto estos fondos también se asignan respondiendo al paradigma extractivista del capitalismo y por tanto restarían libertad a los creadores exigiéndoles propuestas orientadas a la producción y consumo de contenidos útiles.

Esto es innegable y puedo dar fe que tanto como postulante y jurado me ha tocado ver la defensa de estos principios hasta límites ridículos. Concuerdo con ella en que el arte no necesita justificar su existencia, ni ser útil, ni mucho menos reportar utilidades. Si a esta postura tomamos además en cuenta lo que señala Javier Ibacache a propósito de la Encuesta Nacional de Participación Cultural 2017 que sugiere que son los mismos de siempre los que están yendo al teatro, quizá sería pertinente subsidiar y fomentar un poco más la demanda en vez de entregar la totalidad del dinero a los creadores elegidos mediante la deliberación de un panel de expertos. De esta manera se generarían nuevas audiencias y democratizaríamos y transparentaríamos el apoyo que reciben las distintas propuestas desde la misma ciudadanía.

En las opiniones de Sebastián Pérez y Franco Beghelli se afirma que el sistema “neoliberal” amaría a los trabajadores culturales porque están dispuestos libremente a trabajar en condiciones precarias al optar por trabajos sin contrato fijo y/o sin cotizaciones. Si por amar entendemos que la economía de mercado funcionaría mejor o requeriría necesariamente de trabajadores en condiciones precarias para poder desplegar toda su virulencia, diría que esta observación con tintes de crítica marxista a la revolución industrial es completamente errónea puesto que la precariedad laboral no es un daño colateral o una necesidad inherente de este sistema económico, sino un resultado lamentable de cualquier país que ostente un bajo nivel de desarrollo.

Para reducir la precariedad de los trabajadores se necesita generar riqueza y oportunidades y los países que están en condiciones de ofrecer una mejor calidad de vida son precisamente aquellos con una economía de mercado sana, funcionando bajo estrictas reglas de transparencia y con un estado eficiente.

Sebastián Pérez destaca que los actores deben hacer un sinnúmero de otros trabajos para subsistir, que el modelo cultural que se ha consagrado en los últimos 40 años ha transferido la carga económica de su producción no al estado ni al mercado, sino a la sociedad, y finalmente quisiera comentar la siguiente curiosa definición del mismo autor: “La principal característica que define al neoliberalismo progresista es su preocupación por abordar una agenda valórico-cultural que, sin embargo, no toca la agenda económica, sino que por el contrario, la consagra como prioritaria para su proyecto de gobierno”.

¿Cuál es el propósito de señalar que los actores deben realizar variadas actividades para subsistir? Estamos de acuerdo que lo deseable es que las personas puedan desarrollarse profesionalmente en sus áreas de interés, pero constatando que este no ha sido el caso en ningún periodo histórico, el mejor intento de acercarse a ese ideal lo ha demostrado sin lugar a dudas la unión entre democracia liberal y libertad económica. En la segunda afirmación se incurre en el error de separar mercado de sociedad. El mercado, que no es otra cosa que ese lugar donde se tranzan bienes y servicios somos nosotros, la sociedad, compuesta por individuos que están constantemente ejerciendo su libertad y tomando decisiones.

Finalmente, existe una manera bastante certera, aunque poco sofisticada para definir sin tanto enredo a este personaje “neoliberal-progresista”: Si abogas con igual convicción por la libertad económica como por la libertad personal (donde caben las valórico-cultural señaladas) entonces perteneces a la rama de los liberales. Punto. Tildar a alguien de “neoliberal-progresista” solo busca ejercer un reproche moral a quien se defina como liberal.

Las opiniones vertidas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento de Revista Hiedra.