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Democracia, diferencia y participación: tres notas para un teatro con relieves

Iván Insunza escribe sobre la relación entre los conceptos de democracia, diferencia y participación en el marco de la pregunta por qué teatro hacemos y pensamos hoy.

Por Iván Insunza Fernández

  1. DEMOCRACIA

La democracia, entonces, no es para nada un régimen político, en el sentido de constitución particular entre las diferentes maneras de reunir hombres bajo una autoridad común. La democracia es la institución misma de la política, la institución de su sujeto y de su forma de relación. (Rancière, 2006, pág. 65)

 

Alguna vez le oí decir a Laura Llevadot algo así: es curioso este grito de “olé, olé, le llaman democracia y no lo es”, como si existiera tal cosa como una democracia “real” y otras de “mentira”. O sea, dejemos de creer que detrás de la fachada está la verdad.

Es que la deconstrucción echó abajo varias explicaciones que, articulando palabras como “original”, “natural”, “originario”, “inherente”, levantaban modos fijos de comprender la realidad. Pero hay edificaciones más duras, aun siendo “nada más que lenguaje”, que oponen asombrosa resistencia a estas desactivaciones. Por otro lado, si hay tal original, sería la de los griegos, pero bien sabemos que también tenía sus cosillas que debemos omitir para que funcione como modelo ideal.

La democracia sigue siendo para muchos, por inercia o por opción, un modelo que alcanzar.  Que no llegó la alegría, dirá el cínico, poniendo dictadura y democracia al mismo nivel. Que son procesos lentos, dirá el conservador, intentando absurdamente extender como un chicle añejo la herencia dictatorial. Que ahora es el momento de hacer los cambios, dirá el progresista, mirando hacia el suelo medio incómodo vaya a saber uno por qué. Como sea, la democracia es un valor político, simbólico y como parece lógico, ahora, también artístico. Sabiendo que no es una metáfora para los tiempos que vivimos, diré: la democracia es la niña linda de la fiesta con la que todos quieren bailar.

Hay ciertos usos de la parejita teatro-democracia a los que estamos bastante habituados. Como punto de referencia cronológica (antes de que llegara…, cuando ya había llegado…), como tensión constitutiva de un campo (teatro-instituciones) o como lugar de resonancia temática (el estado que habla del arte y el teatro que habla del pueblo). Pero hay otras que podríamos desprender de algunos autores que han ido articulando la relación arte-política, o específicamente arte-democracia, lo que sigue son algunas reflexiones en torno a aquello.

  1. DIFERENCIA

La política se ha convertido en el calificativo florero de cualquier actividad que se quiera revalorizar desde el punto de vista de su compromiso social. (Cornago, 2015, pág. 297)

 

Alguna vez le oí decir a Sergio Grez algo así: el único teatro que debe haber hoy es el que promueva, difunda y se comprometa con la creación de una asamblea constituyente. Es decir, si no eres parte de la solución, eres parte del problema o algo así.

Cornago insiste en la necesidad de la diferencia en tiempos en que el “todo es arte” se escucha a la par del “todo es política” y que, de algún modo, viene o va hacia el “todo vale”, “todos caben” y “todo es igual a todo”. Por el contrario, Cornago nos dice: nada es igual a nada, no todo es arte, no todo es política, no todo es historia.

El imperativo del teatro, diríamos autoimpuesto, a ser democrático, toma formas diversas. Ya hemos abordado aquí algunas relaciones entre teatro y pueblo, pero quizás, lo más relevante es precisamente como esta relación, que en principio se muestra como algo inapelablemente valioso, se metamorfosea en un aplanamiento de los sentidos donde la conclusión no puede ir más allá de: que democrático es el teatro o que bella es la democracia.

Educación, investigación, activismo, etc. Funcionan como buenos añadidos al arte para mostrarse democrático frente al mundo, el asunto es que, aun quitándole al arte todo aquello, sigue siendo arte. La finalidad sobre sí mismo no es necesariamente “el arte por el arte”, es la reafirmación de su propia naturaleza indiferente y que encuentra en tal indiferencia el modo de comprometerse profundamente con su época. En el teatro chileno, es más que evidente la resistencia a esta idea.

El teatro ha buscado insistentemente modos de “volverse aún más democrático”, pero cuando constató el fin de la utopía del arte, cuando se volvió certeza la incapacidad de transformar las relaciones de producción y se hizo claro que en el mejor de los casos sólo se podría contribuir a crear conciencia, el teatro dejó de insistir en transformar a los demás para intentar transformarse a sí mismo.

  1. PARTICIPACIÓN

La decisión del artista de renunciar a la exclusividad de la autoría parece funcionar fundamentalmente para darle mayor poder al espectador. Al final, este sacrificio beneficia al artista porque lo libera de esa mirada gélida, que emerge del juicio de un público no participativo. (Groys, 2016, pág. 47)

 

Alguna vez oír decir a Marcos Guzmán algo así: Yo creo que la cantidad de «colectivos» que hay hoy obedece más a una indisposición a hacerse responsable de las decisiones artísticas que a una verdadera posición política. Dicho de otro modo, si la obra quedó mala, Fuenteovejuna fue.

El teatro es democrático por sus condiciones de producción, sí. Lo es también por sus condiciones de recepción, sí. Ya bastante se ha hablado de aquello. Ahora bien, lo que podemos constatar es que en ambos sentidos se han ensayado énfasis específicos.

En términos de producción, se ha transitado de la idea de compañía a la de colectivo, lo que, junto con trasladarnos del imaginario del cielo americano y el cubre piso gris al de barricadas, acción directa y capucha, intenta poner en crisis las relaciones y responsabilidades tradicionales del director, dramaturgo, diseñador, actor, etc. El colectivo sería el lugar de la horizontalidad, el debate abierto, la decisión a mano alzada: una pequeña democracia propia.

En términos de recepción, Botamos la cuarta pared y ensayamos mil formas de participación e interactividad. Se ha procurado romper la frontera que separa escenario y público, se ha entregado la palabra al espectador, se le ha dado incluso la posibilidad de decidir, de influir, de mandatar los destinos de todos. El emblema de lo colaborativo entrega poder al espectador, quita responsabilidad al artista y, por lo tanto, demanda un retorno a la poética, dirá Groys.

Finalmente derivamos en un antiguo problema que habita varios campos y disciplinas y que aparece como urgente pensar en el teatro local: por un lado, insistimos en las borraduras, en los umbrales, en desactivar las dicotomías artificiosas, apuntamos con el dedo a la tradición, a la cultura, al lenguaje, reclamamos nuestro derecho al caos. Y, por otro, aparecen voces de alerta que levantan la necesidad de la diferencia. Allí donde estaba la dicotomía rígida de la tradición ahora hay una nebulosa sin relieves. Lo que hay que poner allí hoy son precisamente esos relieves, nuevas diferencias, porque el umbral es un tránsito, porque nada es igual a nada.

Cornago, Ó. (2015). Ensayos de teoría escénica sobre teatralidad público y democracia. Madrid: Abada Editores.

Groys, B. (2016). Volverse público. Buenos Aires: Caja Negra.

Rancière, J. (2006). Política, policía, democracia. Santiago: LOM Ediciones.