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De plaza a callejón: la ausencia de Baquedano

Rodrigo Canales escribe en Hiedra para levantar algunas preguntas e ideas ante el polémico retiro de la estatua del general Baquedano de la Plaza de la Dignidad.

 

Rodrigo Canales
Licenciado en actuación UC
Magister en Comunicación Social U. de Chile
Doctorando en Artes, investigación y producción U. Politécnica de Valencia

 

 

Se encuentra disponible en Onda Media el delicado y divertido documental Robar a Rodin (de Cristóbal Valenzuela), que explora el caso de una pequeña escultura de Rodin robada desde el Museo Nacional de Bellas Artes (2003). Independiente de las motivaciones o explicaciones que dio el “ladrón”, uno de los efectos fue la explosión de público que invadió el MNBA para apreciar la muestra en general, siendo el plinto vacío su atracción principal, convirtiéndose en la exposición más concurrida en la historia del Museo, al menos hasta ese momento.

En el mismo documental, se relata la sustracción de La Gioconda desde el Louvre en 1911, provocando largas filas de visitantes que esperaban pacientemente observar el espacio vacío dejado por el cuadro. Aparentemente, en ambos casos, resulta mucho más atractivo para el público ir a ver aquello que no está, pues ese acto nos recuerda que existe ese espacio incompleto. Alegorías e interpretaciones respecto de este interés hay muchas, tenemos una tendencia a interesarnos por aquellos objetos que delatan su daño, quizás porque nos interpretamos en ellos, siendo más sencillo ver eso que falta en un afuera, tranquilizando nuestras propias ausencias.

Con este preámbulo quisiera dar un contexto diferente para observar las operaciones que se han producido con la estatua de Baquedano y Diamante, su caballo. Parece relevante hacerse preguntas que, por parecer obvias, a veces dejamos de lado. ¿Cuál es el objetivo del Gobierno al retirar la estatua? ¿Cuál es el efecto que esa acción produce? Así como en el caso del joven ladrón de Rodin, puede no existir una relación entre ambas cuestiones, lo que es, de alguna forma, preocupante.

Vamos de a poco. La decisión de retirar la estatua tiene como objetivo “proteger” el monumento. Es decir, la integridad del objeto estaba en peligro frente a los declarados ataques que estaba sufriendo. ¿Es todo aquello correcto? Por supuesto, todo eso es cierto y, aún más, es razonable. Pero este relato deja fuera los discursos que sustentan estas acciones: lo que se persigue va más allá de la integridad del metálico general y su caballo, el objetivo final es volver al imperio del orden.

Aquí debemos entender el orden como la ausencia de toda noción disruptiva. Las cosas tienen que ser de una manera, no de cualquier manera. Esa escultura, esa plaza, ese espacio público no está habilitado para que lleguen “desadaptados y antisociales” a alterar la circulación de peatones y vehículos, agrupados bajo el signo de “personas de buena voluntad” (para utilizar las mismas categorías que gustan en el piñerismo y más a la derecha).

Como paraguas articulador, se señala que lo que está en peligro es la libertad: la libertad de los comerciantes del sector para desarrollar su actividad, la libertad del automovilista de pasar por ahí sin problema, etc., entendamos que está en peligro la libertad de todas las personas de buena voluntad. Entonces, una de las acciones más relevantes para resguardar la libertad, consiste en degradar el espacio, extirpar uno de sus componentes, de modo de —aparentemente— socavar la motivación de los desadaptados que invaden ese espacio.

Es una operación, en suma, de desimbolización del espacio, lo que es definitivamente una misión imposible. No se puede suprimir el valor simbólico de un espacio simplemente modificando o mutilando el significante. Plaza Dignidad (Italia, Baquedano, dedicaremos un párrafo al respecto) es una frontera no formal de la desigualdad y la segregación de la sociedad. Por tanto su especificidad simbólica se basa en el rendimiento que obtenga el sistema que propicia la desigualdad y la segregación, porque se constituye como un punto de reunión posible para todos aquellos que se encuentran molestos con estos factores. Si queremos restaurar el orden, por tanto, debiéramos atacar ciertas nociones sistémicas.

En un segundo orden debemos evaluar cuáles han sido los efectos del retiro de la estatua. Hasta el momento, se ha generado una ola previsible (pero aun así sorprendente) de relatos en torno a Baquedano. Circulan informaciones, reseñas y valoraciones, tanto de la figura histórica como de la importancia de los monumentos como objetos que resguardan nuestra historia y, por extensión, nuestra identidad.

En síntesis, nunca antes se había hablado tanto de Baquedano y de su caballo Diamante. Desde que fue un noble militar que se negó a liderar un golpe de Estado (algo mejor que los militares que nos ha tocado conocer, hay que decirlo), hasta que fue uno más de los asesinos del Estado encargado de derramar la sangre mapuche en la llamada pacificación.

Independiente de la proporción de verdad rigurosa que se incruste en estos relatos, ambos son posibles, son aceptables como nociones de un sujeto, en un esquema donde lo “falso” no es pertinente, por cuanto son historias destinadas a ser entendidas por nosotros, sujetos contemporáneos a los productores de la historia (Todorov). En otras palabras, da igual quién “verdaderamente” haya sido Manuel Baquedano: mercenario o héroe, noble o villano, honesto o corrupto, hoy no es más que un espacio simbólico que se encuentra en disputa, sometido a una serie de apropiaciones y rearticulaciones que poco tienen que ver son su persona y sus circunstancias.

Quizás debiéramos acordar dejar de discutir al respecto y observar las ausencias de Baquedano y Diamante como una oportunidad, debieran explotar las visitas guiadas, los site specific y los free tour que tengan como centro ese espacio vacío. De hecho, al levantarse un muro perimetral que protege este espacio de la nada, se le ratifica en su condición de atractivo. No tengo certeza de quién habrá sugerido el levantamiento del muro, pero es a todas luces una mala idea que ya se ha explotado en otros momentos históricos con pésimos resultados.

El más probable efecto que provocará el levantamiento de este muro, me aventuro, será el de convertirlo en un objeto a derribar, pues representa muy concretamente todo aquello que esta administración lee de modo incorrecto: cierra donde tiene que abrir, prohíbe en nombre de la libertad, es convencional donde debiera ser atrevido. En vez de proponer un proceso participativo ciudadano donde se invite a repensar el espacio, acepta la única tesis que es capaz de comprender: la estatua pertenece a ese lugar, esa plaza tiene el nombre de ese general, así son las cosas. El síndrome del padre castigador que reprime en vez de dialogar, el orden ante todo.

El gobierno de Piñera, consecuente con su autoaplaudida tecnocracia, ve los problemas como si tuvieran una solución algorítmica, asumiendo que deben darse una serie de pasos en un único sentido, ejercicio que arrojará el resultado deseado. Sin embargo, olvida que se enfrenta a lo que en su momento Cecilia Morel calificó como una invasión alienígena, es decir, una serie de eventos desconocidos. Y, como bien lo indica Daniel Pink, enfrentarse a lo nuevo requiere de procesos heurísticos, donde seamos capaces de experimentar con posibilidades para alcanzar una solución nueva.

Dentro de su algoritmo, la administración Piñera cree bueno llevarle flores a la estatua, permitir actos de desagravio liderado por exmilitares y fanáticos fascistoides, retirar el monumento, amurallar el perímetro e instalar un contingente de mil policías para proteger la zona vaciada. El guion del absurdo se ha escrito, ha transfigurado el signo, sacralizado su estatura, ya no tiene alternativa. Cualquier otro camino que adopte, será una derrota simbólica, aunque la opción que ha tomado es en sí mismo un sinsentido. El gobierno ha transformado la plaza en un callejón sin salida.

Llegado este punto, es importante preguntarse por el nombre del lugar, que seguirá siendo lo que Francisca Márquez bautiza como paisaje de la protesta. Baquedano ya no está, la mutación del escenario se ha producido. La discusión que viene ahora es cómo nombraremos a este nuevo espacio. ¿Es Plaza Dignidad ese nuevo nombre? ¿Hay que devolverle el nombre de Plaza Italia obedeciendo el uso común? La respuesta no es tan sencilla, si uno quiere hacer el examen pausado de la situación.

Cabe recordar que el Teatro de la Universidad de Chile —en el mismo cuadrante— se le conoce como “exbaquedano”. Si queremos que esta plaza tenga una identidad duradera, deben pensarse los significantes que la habitarán de modo que estén en línea con los significados que le entrega la población que la ocupa. Por el momento, en mi modesta opinión, veo una plaza de protesta, una plaza de batallas. Quizás un futuro bautizo debiera considerar esta condición, crear un ágora del pueblo o un zócalo de las voces. Si volvemos a negar su condición, quizás terminemos llamándola plaza ex Baquedano.

Un último apunte. Quizás alguien que lee esto se pregunta ¿qué hacer con la estatua una vez reparada? Pues bien, los procesos históricos son así, cambian las fisonomías de las ciudades y los significantes de sus espacios. Las iglesias medievales inglesas tenían a los caballeros cruzados retratados en sus vitrales, de modo de ser recordados por toda la eternidad. Bastó la separación de la iglesia (que no fue poca cosa) y, sin asco, fueron retirados todos esos caballeros (que habían financiado la construcción de los edificios, por cierto). No nos extrañemos que Baquedano y Diamante hayan sido retirados para no volver. Si vuelven, será un signo del fracaso del proceso de transformación. Eso no sería nada bueno, pues como nos recuerda Walter Benjamin, “todo ascenso del fascismo es testimonio de una revolución fracasada”.

Imagen: Marcelo Hernández, Aton Chile.